Las mariposas negras del olvido: la destrucción de la memoria

La demolición de la cultura fue el punto final del genocidio en Sarajevo y acecha también en Myanmar, Rusia o Bielorrusia

Protestas en Kale, Myanmar.HANDOUT (afp)

Unos años después de que se acabara la guerra de Bosnia me invitaron a dar clases en la universidad de Sarajevo. En mi primer paseo por la capital bosnia, marcada por las huellas de los disparos, visité las ruinas de la Biblioteca Nacional, destruida por las bombas. La noche del 25 al 26 de agosto de 1992, la artillería del ejército ultranacionalista serbio apuntó a la biblioteca con el objetivo de destruir tanto el edificio como las colecciones de literatura medieval en árabe, persa y turco, además d...

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Unos años después de que se acabara la guerra de Bosnia me invitaron a dar clases en la universidad de Sarajevo. En mi primer paseo por la capital bosnia, marcada por las huellas de los disparos, visité las ruinas de la Biblioteca Nacional, destruida por las bombas. La noche del 25 al 26 de agosto de 1992, la artillería del ejército ultranacionalista serbio apuntó a la biblioteca con el objetivo de destruir tanto el edificio como las colecciones de literatura medieval en árabe, persa y turco, además de valiosos documentos escritos en cuatro alfabetos: latino, árabe, cirílico y bosnio antiguo. El edificio de la biblioteca data del año 1896 y subraya el mosaico de culturas de Bosnia: turca, judía sefardí, ortodoxa y vienesa. Con su afán por borrar la memoria colectiva de Bosnia los ultranacionalistas serbios completaban su genocidio bosnio; el cultural fue el punto final.

Durante semanas tras el bombardeo, en el que 600.000 libros quedaron destruidos, páginas ennegrecidas por el fuego flotaban en el aire. Los vecinos de Sarajevo me contaron que los llamaban las “mariposas negras”.

Recordé las mariposas negras, esa metáfora del horror y del olvido impuesto a la fuerza, cuando leí la noticia de que, según ha denunciado el PEN International, la junta militar de Myanmar había detenido y torturado a decenas de periodistas y escritores, pero sobre todo poetas. Myanmar tiene una rica herencia de poesía enlazada con la política; esa tradición se remonta a los tiempos cuando los poetas usaban los versos para resistir la dominación británica. Según el PEN International, en los últimos meses algunos escritores han sido asesinados a manos de la junta: a K Za Win y Myint Myint Zin los fusilaron, a U Sei Win le echaron gasolina y le quemaron vivo, a Khet Thi lo descubrió su mujer en el hospital un día después de su detención: muerto y sin los órganos vitales.

Al igual que los militares de Myanmar temen a sus escritores, un desasosiego parecido despierta el periodista Roman Protasevich en el dictador de Bielorrusia. Aleksandr Lukashenko hizo secuestrar un avión en el que volaba el periodista para detenerlo y encarcelarlo en una de las prisiones bielorrusas llenas de intelectuales y disidentes tras las confiscadas elecciones del pasado verano. El único que aplaudió la conducta del dictador bielorruso fue Vladímir Putin, otro estadista que recela de los intelectuales y periodistas hasta el punto de que, bajo su régimen, decenas de ellos han sido asesinados sin que nadie pague por ello.

También hay historiadores perseguidos por Putin, quien declaró hace un par de años que “demonizar a Stalin es una de las maneras de atacar a Rusia”. El historiador Yuri Dmítriev descubrió en los noventa en Karelia varias fosas comunes que contenían los restos de 9.000 cadáveres. En 2016 hizo público otro valioso hallazgo: una lista con más de 40.000 nombres de agentes de los servicios secretos de la época de Stalin. Poco después Dmítriev fue falsamente acusado y encarcelado. Serguéi Krivenko, el presidente del Consejo para los Derechos Humanos del Memorial, declaró al diario independiente Moscow Times: “Los servicios secretos inventaron historias para denigrar a Dmítriev, cuyo trabajo honra a las víctimas del terror de Stalin”. Desde entonces, Dmítriev pasa largas temporadas en la cárcel; a la acusación original, que le costó un año tras las rejas, se unieron otras. Además, al profesor Dmítriev le practicaron varios exámenes psiquiátricos a la fuerza.

La destrucción de la cultura en épocas de conflictos se remite a tiempos antiguos. En el año 330 AC Alejandro Magno se apoderó de la suntuosa y bellísima Persépolis, capital del imperio persa, y la destruyó para que no quedara nada de la exquisita civilización que el militar odiaba; posiblemente se trataba de uno de los primeros genocidios culturales. Las tres destrucciones de la Biblioteca de Alejandría, la más antigua y espléndida del mundo antiguo, fueron otros tantos genocidios culturales. La Inquisición española tenía largas listas de libros prohibidos, ese Index Librorum Prohibitorum et Derogatorum, y su persecución de los intelectuales, y no solo de los afrancesados, sirvió de modelo a los totalitarismos del siglo XX, el nazi y el comunista, y a su destrucción de libros y de obras de arte. Y al igual que a finales del siglo pasado el ejército serbio bombardeó la ecléctica Biblioteca Nacional, ese símbolo de la identidad bosnia, en el presente siglo se destruyeron con el mismo propósito las Torres Gemelas de Nueva York y los templos de Palmira, símbolos todos ellos de la prosperidad y del cosmopolitismo, histórico o contemporáneo.

Existen otras amenazas a la memoria pública: una de ellas es la proliferación de falsedades históricas, lo que ha existido siempre pero nunca quizá en la dimensión que permiten las nuevas tecnologías. Para hacer frente a esos peligros cada sociedad debe atesorar, proteger y vigilar su memoria colectiva, analizar el presente y la historia libres de ese barro que todo lo ensucia que es el nacionalismo. Una tarea ardua pero insoslayable.

Monika Zgustova es escritora.

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