Orbán y la UE: lucha de valores
La firme reacción contra el líder húngaro es acertada. No lo es señalar a Budapest la salida del bloque comunitario
La cumbre de la Unión Europea celebrada este jueves y viernes en Bruselas ha sido escenario de un pulso político de características inusitadas. Una ley bochornosamente discriminatoria de la comunidad LGTBI aprobada por el Parlamento húngaro ha desatado una ...
La cumbre de la Unión Europea celebrada este jueves y viernes en Bruselas ha sido escenario de un pulso político de características inusitadas. Una ley bochornosamente discriminatoria de la comunidad LGTBI aprobada por el Parlamento húngaro ha desatado una vehemente reacción de la gran mayoría de los líderes europeos contra Viktor Orbán, líder del Ejecutivo de ese país. Acertaron plenamente los jefes de Estado y de Gobierno que reprocharon con vigor a Orbán haber impulsado una norma que viola sin lugar a duda los valores esenciales del proyecto europeo, restringiendo la difusión de contenidos relacionados con la homosexualidad so pretexto de proteger a la infancia. Orbán lleva muchos años aprovechándose de la UE a través de los fondos europeos mientras se adentra en un ultraconservadurismo y en dejes autoritarios de tintes cada vez más oscuros. Ya está bien.
Como correctamente señaló el presidente francés, Emmanuel Macron, el episodio pone en evidencia un conflicto cultural y de valores que desgarra cada vez más a la UE. Orbán no está solo en sus planteamientos, como demuestran las infames “zonas libres de ideologías LGTBI” de Polonia o la triste sintonía con ese ideario que se detecta actualmente en el liderazgo esloveno. Nadie pretende una uniformidad de pensamiento en la UE; pero esta no es solo un mercado, tiene valores y principios fundamentales. La discriminación de minorías, tantas veces preludio de acoso, es una línea roja infranqueable.
Ante este tipo de iniciativas, y otras de corte dudosamente democrático, es precisa una reacción de firmeza aplastante. Pero no debería llegar, como ha hecho el primer ministro holandés, Mark Rutte, hasta el punto de señalar la puerta de salida a Hungría, mencionando explícitamente el artículo 50 del tratado. Los ciudadanos húngaros son muy bienvenidos en la UE, y es bueno para ellos y para la propia Unión que sigan siendo parte del proyecto común. La solución adecuada es avanzar en otras sendas que ofrece la arquitectura comunitaria. De entrada, acelerar de una vez los procedimientos previstos por el artículo 7, cuyas primeras fases no requieren unanimidad. No ha habido suficiente empuje en esa dirección; hacerlo lanzaría un poderoso mensaje, aunque al final los aliados polacos podrían salvar a Orbán. Por otra parte, es preciso avanzar en los planes para afianzar una interpretación extensiva de la posibilidad de cortar fondos por deficiencias en la separación entre el poder político y el judicial. Por supuesto un corte de fondos podría acarrear perjuicios a los ciudadanos; pero quizá antes de llegar ahí algunas cosas cambiarían; y si no, probablemente, los propios ciudadanos tomarían nota de adónde llevan las políticas de Viktor Orbán.
La cumbre ha evidenciado otra línea divisoria en la UE, esta vez concerniente a la relación con Rusia. La oposición de Polonia y los países bálticos, y el escepticismo de otros socios —entre ellos Países Bajos—, ha frenado una iniciativa francoalemana para reanudar el diálogo a alto nivel político con autoridades rusas, suspendido desde la anexión de Crimea en 2014. Si bien es justificado el recelo de esos países ante Rusia, yerran en considerar que el diálogo en sí es una concesión. Es sensata una estrategia que acople máxima firmeza en respuesta a los atropellos rusos con una fluidez de diálogo, que es la misma por la que ha apostado Joe Biden.