La ‘ley trans’ y los monstruos del Estado

Finalmente, la legislación se mueve, pero solo a condición de negar la existencia de otras personas

Manifestación del Orgullo LGTBI en Madrid.Olmo Calvo

En alguna parte escribieron Deleuze y Guattari que nombrar consiste en seccionar: hombres y mujeres, españoles y extranjeros, nosotros y ellos. Sin embargo, entre esos dos nuevos mundos creados por el acto de nombrar queda una grieta, una herida molesta cuyos bordes difusos no terminan de coincidir con los del otro lado, un continente de lo real que nada más separarse de su complementario perdió la forma que habría permitido que los volviéramos a encajar.

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En alguna parte escribieron Deleuze y Guattari que nombrar consiste en seccionar: hombres y mujeres, españoles y extranjeros, nosotros y ellos. Sin embargo, entre esos dos nuevos mundos creados por el acto de nombrar queda una grieta, una herida molesta cuyos bordes difusos no terminan de coincidir con los del otro lado, un continente de lo real que nada más separarse de su complementario perdió la forma que habría permitido que los volviéramos a encajar.

La reciente aprobación de la llamada ley trans es un lugar valioso desde el que pensar esto. Por primera vez el Estado español ha reconocido el derecho a la autodeterminación de género o, al menos, de sexo registral. Si lo pensamos bien, la idea es sorprendente: el Estado, un instrumento (supuestamente) al servicio de la ciudadanía, permite a esa misma ciudadanía autodeterminarse. Queda de manifiesto que el sexo registral no es sino una ficción de Estado y que dicha ficción está mal contada, que se le empiezan a ver las costuras. Podemos extrapolar aquí la sentencia que Nietzsche le dedicó a un “yo” que se hace trampas a sí mismo: “¿Cómo puede extrañar que luego volviese a encontrar siempre en las cosas tan sólo aquello que él había escondido dentro de ellas?”

No hay lugar para la sorpresa. Todo Estado moderno se funda en una exclusión. Los españolistas fervientes remontan al 1492 la fundación del Estado español; probablemente se equivocan desde un punto de vista historicista, pero aciertan al vincular el nacimiento de la españolidad —y está por probar qué cosa sea eso— con la expulsión de la península de los moros y los judíos. La ficción de Estado siempre se escribe en torno a un núcleo al que nadie mira: el de lo monstruoso, el de lo inaceptable, el de lo inenarrable. Su naturaleza paradójica estriba en que sin ese núcleo el Estado no es nada. Al fin y al cabo, ¿qué España les quedaría a aquellos que la quieren libre de moros, negros, gitanos, feministas, personas LGTBI, catalanes, gallegos, vascos, y un larguísimo etcétera? ¿Quedaría alguien sobre el territorio desolado?

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A raíz de la ley trans se ha hablado mucho de las políticas de lo identitario y poco de la identidad nacional. La fundación de ésta, como el acto de nombrar, divide el mundo en dos en un gesto violento y terrible. El español, que desprecia todo lo gitano, ha olvidado que buena parte de su cultura proviene de un expolio. Yo vivo en una ciudad cuyo centro económico e identitario —La Alhambra— es un complejo “moro” que fue habitado por gitanos hasta que la noción moderna de “patrimonio nacional” llevó a que se los expulsara sin ninguna consideración hacia su historia. La Alhambra no es sólo una ciudadela andalusí: también es un mapa del dolor, de la violencia y de nosotros mismos.

¿Qué tiene que ver esto con la ley trans? Si miramos desde lejos nos encontramos ante un mapa cuyas venas entrelazan la violencia que han tenido que sufrir las personas trans —siempre, pero pienso en los últimos meses— con el incremento de crímenes machistas, los ataques e incluso asesinatos homófobos y el repunte de la violencia contra las personas racializadas.

La ofensiva contra los derechos humanos es tan evidente que ni siquiera he tenido que nombrar los casos para que mis lectores piensen en Anna y Olivia, en el asesinato de Samuel o en Younes, el joven al que un exmilitar le descerrajó tres tiros en el pecho por el mero hecho de no ser español. Miento: por el hecho de no parecer español, ya que el hombre que lo mató no tenía forma de conocer la nacionalidad de Younes; simplemente no encajaba en esa construcción de la españolidad que, si empezamos a rascar, finalmente se queda en nada.

Ese caso es especialmente revelador. Que el lector no se llame a engaño: entre el plano institucional y la violencia cotidiana no hay una diferencia de naturaleza, sólo de grado. Que el asesino de Younes sea un exmilitar no es baladí: era un “servidor público” de un Estado que se funda en la exclusión de la persona a la que asesinó. Así el trato mediático y jurídico del asesinato de Samuel. Así toda la violencia institucional que padecemos.

He escogido la ley trans como centro de gravedad de este texto porque encarna a la perfección esa continuidad entre la violencia cotidiana y la institucional. Finalmente, el Estado acepta la posibilidad de moverse a los lados de la grieta, pero sólo a condición de negar la existencia de las personas no binarias, las sin papeles, las menores. “Ésta es la cuota de monstruosidad que estamos dispuestos a aceptar”, parecen decirnos, y con esa frase pretenden que olvidemos que sin nosotros no son nada; que en el centro de la madeja, como sucede con el “yo” de Nietzsche, sólo hay vacío o aquel monstruo que ellos mismos ocultaron.

Munir Al Hachemi es escritor y autor de Cosas Vivas.

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