En mitad de una pandemia, una crisis económica, una desigualdad galopante y la irrupción de una política regresiva, fulera y racista, parece mentira que haya gente apasionada por la paradoja de Fermi, planteada el siglo pasado por el gran físico italiano que le dio el nombre. Entre otras muchas cosas, Enrico Fermi era una calculadora humana mucho más rápida que las máquinas de su época. Un día de verano de 1950, bajó a comer con sus colegas a la cantina del laboratorio de Los Álamos, donde unos añ...
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En mitad de una pandemia, una crisis económica, una desigualdad galopante y la irrupción de una política regresiva, fulera y racista, parece mentira que haya gente apasionada por la paradoja de Fermi, planteada el siglo pasado por el gran físico italiano que le dio el nombre. Entre otras muchas cosas, Enrico Fermi era una calculadora humana mucho más rápida que las máquinas de su época. Un día de verano de 1950, bajó a comer con sus colegas a la cantina del laboratorio de Los Álamos, donde unos años antes se había desarrollado la bomba atómica, y en vez de comer se quedó pensativo. Estaba haciendo uno de sus famosos cálculos mentales. Dado el tamaño de la galaxia, su edad, el tiempo que ha supuesto la evolución de vida inteligente en la Tierra y la velocidad concebible de las naves espaciales, los extraterrestres ya deberían estar aquí. “¿Dónde está todo el mundo?”, exclamó Fermi al concluir su cálculo, lo que dejó a sus colegas comprensiblemente pasmados.
Los 70 años que han pasado desde aquella comida pueden haber corregido los detalles del cálculo mental de Fermi, pero no han hecho más que confirmar el fondo de la cuestión. Redondeando un poco, todos esos centenares de miles de millones de estrellas que vemos en el cielo nocturno —si tenemos la suerte de escapar de Madrid y su boina— son soles rodeados de planetas y, como ocurre en nuestro Sistema Solar, muchos son inhabitables, pero otros se parecen al nuestro. En una galaxia con 200.000 millones de sistemas solares, tendría que haber miles o millones de civilizaciones extraterrestres, a menos que la nuestra sea el producto de una formidablemente improbable casualidad cósmica.
Hay pensadores que se sienten a gusto con la seductora idea de que seamos únicos en el vasto, tal vez infinito, cosmos que nos ha revelado la ciencia. A otros les parece una idea absurda. La única fe del científico es que el mundo es comprensible, que hay algo que entender detrás de su disuasoria complejidad, que existen principios generales que rigen su comportamiento. Si nuestra existencia se debiera a una casualidad cósmica, no habría nada que entender ahí. Si alguien ha muerto y parece un accidente, la policía se calla.
Es curioso que los físicos, que son plenamente conscientes de que la realidad se rige por leyes naturales, excluyan de ese esquema mental al origen de la vida y su evolución. Una vez que las primeras estrellas han cocinado en su horno interior los elementos químicos esenciales para la vida, lo demás son bagatelas debidas al azar y a la selección natural. Las leyes pertenecen a la física, no a sus subproductos biológicos. Yo prefiero el punto de vista de Roger Penrose, último premio Nobel de física, que ha percibido que las leyes de la naturaleza deben ser realmente precisas y sofisticadas para generar un individuo a partir de una sola célula.
¿Recuerdas aquel objeto extraterrestre bautizado Oumuamua que visitó el Sistema Solar en 2017? Tenía la forma de un puro de un kilómetro de largo. El astrofísico Avi Loeb, de Harvard, ha anunciado un plan para buscar otros objetos semejantes. Cree que son máquinas de una civilización alienígena. Ojalá acierte. ¿O no?