Autorretrato por escrito

Como lectora, necesito más libros que aparentemente no cuenten nada, porque lo más probable es que estén armando lo complejo de nuestra experiencia. Necesitamos leer más historias escritas desde lugares alejados del canon

Cinta Arribas

Soy pintora. Leo siempre que puedo. Escribo mucho. Rompo telas y papeles, y repinto bastantes cuadros. Hay algunos que contienen varias versiones de mí, una encima de la otra. En ocasiones cubro capas enteras, otras veces dejo al descubierto fragmentos de pintura antigua, también velo zonas viejas que pueden llegar a fundirse con la capa más reciente. ¿Muerte a la autora? Me preguntaron hace poco. Matémosla, dije rápidamente, porque llevo algunos años caminando entre el deseo de desaparecer y la imposibilidad de alejarme de un bote de pintura o del teclado de mi portátil. Tapándome en m...

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Soy pintora. Leo siempre que puedo. Escribo mucho. Rompo telas y papeles, y repinto bastantes cuadros. Hay algunos que contienen varias versiones de mí, una encima de la otra. En ocasiones cubro capas enteras, otras veces dejo al descubierto fragmentos de pintura antigua, también velo zonas viejas que pueden llegar a fundirse con la capa más reciente. ¿Muerte a la autora? Me preguntaron hace poco. Matémosla, dije rápidamente, porque llevo algunos años caminando entre el deseo de desaparecer y la imposibilidad de alejarme de un bote de pintura o del teclado de mi portátil. Tapándome en mis pinturas. No acumulo obra, acumulo capas cada vez más gruesas sobre telas cada vez más frágiles. Camino lentamente hacia esa muerte metafórica a pesar de la urgencia, porque no dispongo de las herramientas necesarias, así que las construyo sabiendo que lo más probable es que, en algún momento, me cortaré al usarlas. Ya sabemos qué sucede con lo nuevo: una puede lastimarse. Pero si una no se expone al manejo torpe, a la incisión y al posible chorro de sangre, todo permanece inmóvil. Y ya sabemos también qué sucede con aquello que se estanca.

Cuando publiqué La sed (Lunwerg, 2016), un periódico tituló la noticia de la salida del libro de la siguiente manera: “Paula Bonet entierra a Paula Bonet”. El aplauso al titular me dejaba en evidencia: no quería que se hablara de mí, sino de mi obra, ¿por qué me gustó ver mi nombre escrito dos veces, por qué disfruté con la noticia de mi muerte? Metonimia, me diréis, el periodista usaba tu nombre para hablar de tu trabajo. Yo no lo tengo claro. Pensé: una ha de estar matándose todo el tiempo. Me gustó porque la Paula que desaparecía había estado más pendiente de lo de fuera que de lo de dentro, intentaba enfundarse unos pantalones —permitidme la metáfora, que le queda poco tiempo— para hablar como hablan ellos. La escritora Maggie O’Farrell afirma que a medida que envejece siente que cierra etapas y muta en otra mujer que se arrastra como una serpiente a través de un tiempo lineal, hasta encontrar al yo siguiente, que sigue deslizándose por el suelo, siempre hacia adelante.

Un día la mujer resbalosa que era O’Farrell se levantó y se vio a sí misma como una muñeca rusa contenedora de todos sus yos anteriores. Yo me levanté y vi un cuadro negro que velaba un rostro de una mujer construido con planos, una capa muy delgada de pintura sobre la ojera y la nariz. Encima del fragmento de rostro y de la capa de pintura negra que cubría gran parte de la tela, un dibujo a línea, en un blanco sucio, de una serpiente-anguila. Vi a su muñeca rusa en una de mis pinturas.

¿Muerte a la autora? Una ha de mantenerse a salvo y no matarse, aunque todavía no comprenda algunas cosas, aunque cada vez que se siente a escribir o se disponga a pintar, la experiencia sea confusa y dolorosa. Solo escribiendo y pintando encontraremos la manera de habitar ese lugar que durante siglos nos ha sido negado. Es extremadamente difícil escapar de una misma, y en ocasiones es imprescindible para nuestra salud mental, pero existen vías que cortan poco: la ficción puede servirnos para enfrentar el dolor, la pintura y la escritura pueden matar, no a la autora, sino al causante del dolor. Para ser superviviente, una ha de haberse sabido víctima.

Que nos entierren, desentierren, lisonjeen, aborrezcan, que hagan lo que quieran con nuestro nombre, y que nosotras digamos —se lo robo a Joan Didion—: “¡Caramba!”, y sigamos a lo nuestro. Cuando leo una obra o contemplo una pintura, el encuentro es entre la obra y yo, el autor o la autora nada tiene que ver con lo que allí sucede, y aunque el autor sea un gran misógino descerebrado, un asesino, o un timador, en ese momento el autor no existe.

Cuando el asunto de la muerte de la autora tiene que ver con una misma, resolverlo es más difícil. Escribí y pinté el proyecto La anguila (Anagrama, 2021, La Nau, 2021) buscando mi esfumación y lo único que saqué en claro es que la pintura es el mejor lugar para desatarse y que la ficción puede ser revelación, que una puede escribir en bragas, sin pantalones: abrí mis cajitas de muñeca rusa, abracé bien fuerte al yo con el que más cruel había sido, y de inmediato pensé en todas las voces de mujeres que han sido silenciadas, en la libertad vertiginosa del descubrimiento de la voz propia, en la pérdida del miedo a hablar o a cortarse, y en la Isolina de Dacia Maraini, la joven a la que mataron y descuartizaron en Verona por estar embarazada de un importante general y que solo quería ser dueña de su deseo y de su placer. Las mujeres seguimos siendo vistas como presas, lo nuestro continúa siendo la alteridad, por eso se nos castiga, por eso somos menos en los lugares de poder, por eso —aún a día de hoy— somos tantas las muertas en manos de hombres agresores. Nos manipulan, amenazan y silencian.

La reclusión, en las mujeres, es una práctica extendida desde hace siglos. Hildegarda de Bingen o Margarita de Oingt ya usaron como materia prima su cuerpo atrapado, entregaban al mundo su intimidad envuelta en un papel de brillo sobrenatural. Existieron mujeres que vivieron literalmente enmuradas. Emily Dickinson apenas salió de su casa. Leonora Carrington fue recluida contra su voluntad en un centro psiquiátrico. Teresa Wilms Montt fue internada en un convento. Djuna Barnes vivió cuarenta y un años encerrada en un apartamento. Camille Claudel pasó sus últimos treinta años de vida encerrada en un psiquiátrico.

También me dijeron: Ahora sois las mujeres las que estáis en vanguardia. Las mujeres somos las grandes desconocidas, incluso para nosotras mismas. Disponemos ahora de otros canales a través de los que podemos llegar al gran público, y los estamos usando. El poder es masculino. Los mecanismos de poder actúan por inercia, sin perspectiva de género. Hace casi un año tuve que poner una denuncia por un tema de acoso y me recomendaron contratar un abogado: escuché claramente, después de que se hicieran un par de comentarios sobre mi indumentaria, que con esto del género poco conseguiríamos, que tendríamos que transformar la denuncia en hurto y presentarla así ante el juez. Un crítico literario lector de Annie Ernaux me preguntó cuál era mi novela favorita de la escritora francesa. Cuando respondí que era La mujer helada se quedó sorprendido, porque a su juicio era el único libro de Ernaux que no contaba nada. La mujer helada, para él vacía, me hizo conectar con algo de mi infancia que nunca supe nombrar, y mientras lo leía hice las paces con mi abuela, con mi madre, conmigo misma.

Como lectora, necesito más libros que aparentemente no cuenten nada, porque lo más probable es que estén armando lo complejo de nuestra experiencia. Como lectora quiero más Annies Ernaux, Gabrielas Wieners y Arelis Uribes. Las tres son mujeres, pero nada o muy poco tienen que ver entre ellas. Cada una habita un contexto y se narra con una intención, usa la palabra desde un lugar determinado y único. El resto necesitamos leer más historias escritas desde todos esos lugares alejados del canon. Kopanos Matlwas, Saras Mesas, Nells Leyshons. Leerlas a todas, amar a unas, discrepar con otras, que algunas nos caigan mal y su prosa nos ofenda. Dejar sus libros a medias. Ha de sucedernos con ellas lo mismo que pasa con ellos.

¿Muerte a las autoras? No, Vida a la autora como individuo único.

Paula Bonet es pintora y escritora.

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