Renovación, ¿qué renovación?

Tras meses de bloqueo, el Constitucional se renueva con algunos candidatos de bajo perfil técnico y contaminados políticamente

Edificio sede del Tribunal Constitucional, en Madrid.Claudio Álvarez.

Tras una prolongada etapa de persistente bloqueo negociador, el PP ha accedido a cumplir con la obligación constitucional que había postergado durante casi tres años. Lo ha hecho, sin embargo, a cambio de ...

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Tras una prolongada etapa de persistente bloqueo negociador, el PP ha accedido a cumplir con la obligación constitucional que había postergado durante casi tres años. Lo ha hecho, sin embargo, a cambio de imponer en su propuesta de renovación del Constitucional a candidatos estrechamente vinculados al partido conservador y cuya trayectoria hace planear su posible recusación ante asuntos que deberá dirimir el propio tribunal. Será inevitable pensar en estos nombramientos cuando en el futuro escuchemos a los líderes populares defender a capa y espada la independencia judicial.

Más allá de los candidatos está el desalentador procedimiento del intercambio de nombres que perpetúa el nuevo acuerdo de renovación del Tribunal Constitucional, el Defensor del Pueblo, el Tribunal de Cuentas y la Agencia de Protección de Datos, mientras sigue pendiente hacer lo propio en el Consejo General del Poder Judicial. Se trata de instituciones que muestran el rasgo común de su independencia funcional, así como la de los miembros que las integran. De ahí que para su elección se exija un consenso cualificado (mayoría de tres quintos) en el Parlamento y que sus componentes sean “juristas de reconocido prestigio”.

La exigencia de cumplir tales requisitos va más allá de lo estrictamente formal e involucra la salud democrática de las instituciones. Quienes tienen encomendado el control de los poderes públicos en sus distintas facetas han de poseer una cualificación profesional que es condición inexcusable para acometer el proceso de renovación institucional. Solo desde el respeto a esa premisa innegociable cobran sentido las mayorías requeridas: no son un mero trámite sino el lugar donde cristaliza el esfuerzo de consenso que realizan los responsables políticos.

Pero no ha sido este precisamente el procedimiento seguido. Una vez más, se han reproducido conductas heredadas con sus viejos vicios y ha prevalecido el cálculo de los intereses políticos respectivos. La existencia de un reparto interno de cuotas entre los dos grandes partidos, nominando a personas con una marcada y conocida adscripción ideológica, así como la ausencia de vetos recíprocos (el lamentable intercambio de cromos) han resultado determinantes para desatascar el bloqueo. Pero esa misma actuación ha vuelto a poner de manifiesto dos preocupantes cuestiones. Por un lado, la insuficiente cultura política democrática de nuestro país no ha sabido preservar la independencia efectiva de quienes integran los órganos neurálgicos de control. Por otro, los principales partidos no han sido tampoco capaces de superar la perniciosa dinámica de colonización de dichas instituciones. Resulta más grave aún este último extremo cuando algunos de los candidatos cooptados no encarnan una idoneidad técnica y una cualificación profesional objetiva ajenas a toda duda y capaces de cumplir con el requisito del reconocido prestigio que exige la Constitución. Pese a un vacuo propósito de enmienda, lo que se ha impuesto en la práctica ha sido una clara lógica gatopardista: cambiarlo todo para que todo siga igual. La renovación del Tribunal Constitucional debería haberse solventado en tiempo y forma, ahorrando a la ciudadanía el desalentador espectáculo de unas instituciones en situación de persistente interinidad. Los relevos se han hecho de forma tardía, fulminante en su tramo final, pero sin que apenas haya cambiado nada sustancial.

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