El fin de la violencia y los fines de la violencia
ETA sigue condicionando la política vasca. Fue derrotada, pero ha ganado la batalla del relato. Y buena parte de la izquierda española se lo ha comprado
“El País Vasco actual no es fruto de la libre determinación de sus ciudadanos en una competición equitativa e igualitaria de sus proyectos y deseos, sino en gran parte de una peculiar determinación menos-que-libre, una determinación siempre condicionada por el terrorismo”, escribe José María Ruiz Soroa en el prólogo de Nunca hubo dos bandos. Violencia política en el País Vasco 1975-2011. ETA ya no mata, pero eso no debería ser suficiente. Para much...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
“El País Vasco actual no es fruto de la libre determinación de sus ciudadanos en una competición equitativa e igualitaria de sus proyectos y deseos, sino en gran parte de una peculiar determinación menos-que-libre, una determinación siempre condicionada por el terrorismo”, escribe José María Ruiz Soroa en el prólogo de Nunca hubo dos bandos. Violencia política en el País Vasco 1975-2011. ETA ya no mata, pero eso no debería ser suficiente. Para muchos observadores de la política vasca, la derrota de la banda terrorista hace 10 años supuso el final del camino. Ya no matan, ¿qué más podemos pedir? Quienes esgrimen estos argumentos le exigen muy poco a la democracia.
Algunos exmiembros de la banda y expropagandistas del terrorismo, como Arnaldo Otegi, ejercen hoy la política legalmente. Es obvio que es un avance. Pero a un político en una democracia liberal se le debe exigir algo más que el no uso de la violencia para imponer sus ideas.
ETA sigue condicionando la política vasca. Fue derrotada, pero ha ganado la batalla del relato. Y buena parte de la izquierda española se lo ha comprado. Es un relato falso que sostiene que hubo un “conflicto” y “dos bandos”, que hubo sufrimientos simétricos y responsabilidades compartidas.
Para la izquierda abertzale y sus compañeros de viaje, quienes denuncian el rol político de Otegi o recuerdan su pasado criminal están movidos por el rencor. ¿Es que acaso preferís que sigan matando?, se dice. Es una instrumentalización nauseabunda y a veces sirve como blindaje argumental. Hay quienes incluso sugieren que hay sectores de la sociedad española que vivían mejor cuando existía ETA, porque así tenían un enemigo que explotar políticamente.
Pero el verdadero problema no es que haya exetarras fuera de la cárcel o que la izquierda abertzale sea legal, sino que la banda terrorista todavía goza de legitimación social. Ayer Sortu homenajeó en Twitter a un terrorista que falleció mientras manipulaba un explosivo. La condena que hace falta hoy ya no es la penal, es la del ostracismo.
“Sin personas como Otegi no habría paz”, declaró Pablo Iglesias en 2016. Tras las declaraciones de Otegi en el décimo aniversario del fin de la “actividad armada” (en las que dijo que la violencia “no se debería haber prolongado tanto”, sugiriendo la tesis falsa de que ETA fue en sus inicios un movimiento antifranquista y no antiespañol), muchos han repetido esa idea. Es posible que sea cierto, que sin Otegi no habría paz. Pero quizá sin él se habrían producido menos asesinatos.
Los pasos de ETA siempre son lentos. Hace 10 años anunció el cese de la violencia, pero no se disolvió definitivamente hasta mayo de 2018. Creer que el fin de la violencia supuso el fin de ETA y de sus ideas es pensar que la banda terrorista no era más que un movimiento nihilista y violento, que no tenía unos fines y una ideología muy claros. Y los tenía. Esos fines y esa ideología no desaparecieron con los terroristas, siguen presentes y son execrables incluso cuando se defienden sin violencia.