Defensores de un pasado fantástico
Los vínculos internacionales de Vox, los defensores transnacionales de la Hispanidad del siglo XXI, deberían preocuparnos. Todos ellos están muy lejos de ser modelos de proyectos democráticos renovadores
Para defender la democracia es necesario poner un freno a los ataques a la Historia que quieren redefinir nuestro presente con fantasías sobre un supuesto pasado nacional majestuoso. Nuevos actores de extrema derecha quieren reconvertir a la historia en mito para luego usarla como un modelo desde el cual proyectar el presente.
En Estados Unidos, Donald Trump consagró parte de su presidencia a la idea de regresar a los Estados Unidos a la época anterior a las reformas civiles y democráticas de los años sesenta. En este marco, se presentó a sí mismo como un defensor de una “verdadera” His...
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Para defender la democracia es necesario poner un freno a los ataques a la Historia que quieren redefinir nuestro presente con fantasías sobre un supuesto pasado nacional majestuoso. Nuevos actores de extrema derecha quieren reconvertir a la historia en mito para luego usarla como un modelo desde el cual proyectar el presente.
En Estados Unidos, Donald Trump consagró parte de su presidencia a la idea de regresar a los Estados Unidos a la época anterior a las reformas civiles y democráticas de los años sesenta. En este marco, se presentó a sí mismo como un defensor de una “verdadera” Historia que había sido abandonada por una supuesta nueva ortodoxia nacional. Con este objetivo promovió una “educación patriótica” para menoscabar la importancia del “1619 Project” presentado por The New York Times en agosto de 2019 con el objetivo de focalizar la mirada en la esclavitud como causa de tantos males del pasado y el presente. En la crítica de este proyecto, Trump pretendió reemplazar la Historia con mitos autocelebratorios y se enfrentó a numerosos historiadores profesionales, a quienes acusó de promover el “antiamericanismo”. Algunos meses después, Trump volvió a la carga. En octubre de 2020 se enfrentó a los “activistas radicales” que pretendían desplegar una “historia revisionista” que estaba tratando de “borrar a Cristóbal Colón de nuestra herencia nacional”.
El 11 de octubre pasado, Ted Cruz, el senador cuyos discursos amplificaron las falsas denuncias de fraude en las elecciones de diciembre de 2020 y fueron centrales para movilizar a los trumpistas que asaltaron el Capitolio el 6 de enero de este año, publicaba un largo hilo en su cuenta de Twitter. El hilo se abría con la reproducción del discurso de Ronald Reagan de octubre de 1986 en el que proclamaba el Columbus Day. La reivindicación del presidente americano se unía a la defensa de los vínculos entre España y los Estados Unidos para enfrentarse a aquellos que “odiaban” el Columbus Day y “desfiguraban” las estatuas de Cristóbal Colón. En definitiva, aquellos que, desde su punto de vista, no estaban interesados “en enseñar historia real, con contexto y verdad” y pensaban que Estados Unidos era una fuerza diabólica: muchos de ellos eran “marxistas que odian América”. Frente a ellos, Cruz afirmó que Estados Unidos había sido “la fuerza más grande para el bien en la Historia del mundo”. La Historia es un campo de batalla.
Esta revisión de la Historia no es un fenómeno limitado a los Estados Unidos. También en Europa y América Latina se observa con insistencia. En todos los casos aparece vinculada a las políticas de la xenofobia y el odio e incluso a las expresiones posfascistas que defienden proyectos iliberales y abiertamente dictatoriales. En este marco, Santiago Abascal buscó convertir viejas mentiras fascistas en nuevos mitos del pasado y afirmó falsamente que la conquista de las Américas “puso fin a un genocidio entre pueblos indígenas”. Otra expresión local de esta corriente la encontramos en las declaraciones del director de la Oficina del Español, Toni Cantó, quien sostuvo que la “conquista” fue un “hito” en el que se “liberaron” miles de personas que estaban bajo “un poder que era absolutamente brutal, salvaje, incluso caníbal”.
En realidad, estas muy desafortunadas palabras del antiguo diputado de Ciudadanos expresaban un preocupante trasfondo que tiene características transnacionales. El 9 de octubre pasado se inauguraba en IFEMA un evento organizado por Vox con el título “VIVA 21″. Contra la “progresista Agenda 2030″, el discurso inaugural de Abascal apuntaba directamente contra Joe Biden, a quien se acusaba de atacar “la obra de la Hispanidad”, y defendía la necesidad de “volver a heredar el patrimonio que hemos heredado”, de “sentir nuestras tradiciones”: las raíces cristianas de Europa, la protección de la identidad nacional y la familia y la lucha contra el avance del comunismo en España y América. Numerosos líderes de las derechas posfascistas saludaron de manera entusiasta, entre ellos la peruana Keiko Fujimori, el brasileño Eduardo Bolsonaro, el argentino Javier Milei y el caudillo húngaro Viktor Orbán. Ted Cruz, con quien los principales líderes de Vox se habían encontrado justo antes del estallido de la pandemia en Washington, envió un mensaje en el que afirmaba que “nos enfrentamos a una izquierda global envalentonada que buscar derribar apreciadas instituciones nacionales y religiosas, en demasiados casos, de forma violenta”.
La apelación a los fantasmas del comunismo y el enemigo interno que pretenden destruir la civilización occidental no es nueva entre las derechas y los fascismos. Tampoco lo es la invención de un pasado imperial glorioso. De hecho, como es conocido, la Hispanidad se convirtió en uno de los pilares del fascismo transatlántico en las décadas de 1930 y 1940. Construido con elementos internacionales —británicos, españoles, americanos—, el mito de la Hispanidad fue una pieza clave del discurso nacional franquista. Sirvió también para que diversos grupos fascistas en América Latina se sintieran parte de un proyecto que unía Europa y América. Sus derivaciones actuales entre los populismos posfascistas son ciertamente preocupantes en un mundo ya muy diferente del período de entreguerras, pero también de los años de Ronald Reagan.
Para estos fervientes creyentes de un pasado de fantasía, la cuestión de los vínculos entre Europa y América no está relacionada con un debate historiográfico. Ni en América ni en Europa. El problema es otro. Cuando reclaman una herencia compartida entre Europa y América, Vox y las diversas expresiones posfascistas argumentan que la llegada de Colón puso fin a una violencia brutal y abrió la puerta a una nueva época de paz y prosperidad compartida. Nada más lejos de la realidad. La cuestión es mucho más compleja, llena de matices y complejidades. Es una historia de grises, no de blancos y negros, en la cual no pretenden entrar Santiago Abascal ni sus compañeros.
Como sostuvo recientemente el historiador Edgar Straehle, el “populismo historiográfico” es un síntoma del problemático presente en el que vivimos. Apunta mucho más a los problemas políticos actuales que al análisis del pasado, favorece la división entre buenos y malos y crea división, polarización y antagonismo. En este marco, propugna los olvidos que han dividido sociedades y continentes al subsumirlos en visiones falsas y maniqueas sobre el pasado. Los recientes debates sobre la leyenda negra motivados por el éxito de Imperiofobia y Leyenda Negra, de María Elvira Roca Barea, son una muestra de ello. Lo mismo puede decirse de los debates infinitos sobre la Guerra Civil. Los planteamientos de Vox alrededor de la celebración del 12 de octubre no son más que otra muestra de ello. Los preocupantes puntos de contacto en este aspecto que se detectan entre Abascal y Pablo Casado, también.
Los vínculos internacionales de Vox, los defensores transnacionales de la Hispanidad del siglo XXI, deberían preocuparnos. Todos ellos están muy lejos de ser modelos de proyectos democráticos renovadores, tanto como de tener una preocupación sincera sobre el conocimiento profundo del pasado compartido entre España y América. La cuestión es otra: la articulación de un proyecto abiertamente crítico con la democracia como horizonte de futuro. Un horizonte, vale la pena recordarlo, en el cual el pasado siempre debería ser un espacio de debate, inestable y abierto a la confrontación de visiones alejadas de maniqueísmos y manipulaciones.