Tener razón y equivocarse
Un ministro no puede poner al pie de los caballos a todo un sector productivo sin que este se le levante enfurecido. Significa ignorar las bases de eso que se llama “oportunidad política”
Nada más lejos de mí que intentar contribuir al ataque al ministro Alberto Garzón por sus declaraciones a The Guardian. Es bien fácil hacer leña del árbol caído. Si lo abordo es porque me suscita un interesante problema teórico: ¿cómo es posible que alguien que tien...
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Nada más lejos de mí que intentar contribuir al ataque al ministro Alberto Garzón por sus declaraciones a The Guardian. Es bien fácil hacer leña del árbol caído. Si lo abordo es porque me suscita un interesante problema teórico: ¿cómo es posible que alguien que tiene razón pueda equivocarse a la vez al hacerlo público? Porque creo que ambas cosas se dan en el caso que nos incumbe. También y sobre todo, porque apunta a algunas de las particularidades de lo político como espacio sujeto a un tipo de “racionalidad” específico. Muy resumido diría que aquí no basta con tener razón, hay que saber transmitirla y gestionarla. Pero bajemos a lo concreto. Primero, ¿por qué tiene razón? La respuesta es obvia: hay evidencia científica de que la producción cárnica tiene importantes consecuencias negativas para el medio ambiente, en particular en las macrogranjas. Este mismo periódico nos ofrecía esta semana un reportaje sobre las medidas que a este respecto se estaban implementando en Holanda para reducir el tamaño de estos auténticos centros industriales de alta contaminación.
Y este mismo ejemplo nos sirve para contestar a la segunda pregunta, la de por qué se equivocó el ministro. Pues, sencillamente, porque allí se van adoptando dichas medidas con discreción y a base de incentivos. Que sepamos, el ministro holandés del ramo no ha necesitado predicar en el exterior que la carne holandesa es “de baja calidad y de animales maltratados”. Si lo hubiera hecho se habría enfrentado a algo parecido a lo que ahora mismo está padeciendo Garzón. Un ministro no puede poner al pie de los caballos a todo un sector productivo sin que este se le levante enfurecido. Significa ignorar las bases de eso que se llama “oportunidad política”. No era necesario hacerlo para la consecución del fin, y, como se ha visto, ha entregado una maravillosa baza al agriprop de la oposición. O sea, que ha sido políticamente inoportuno e irresponsable.
Lo más interesante de todo esto va, sin embargo, por otros derroteros. Me refiero a la actual tendencia a la sacralización de la ciencia, por un lado, y a moralizar todo tipo de cuestiones políticas, por otro. Si el mundo no se ajusta a los dictados “científicos” o se aparta de lo que consideramos el bien, pues peor para el mundo. Resulta, empero, que la política no puede dejar de atender a las contingencias de lo real, marcadas por los conflictos de interés, la escasez de recursos y el pluralismo de valores. Es, digámoslo así, mundana, empírica, siempre atenta a lo concreto y a lo que no admite una fácil reconciliación. Lo hemos visto con la pandemia, la ciencia y la moral nos orientaban, pero se decidía atendiendo a lo circunstancial. ¿O queremos que nos gobiernen científicos y moralistas implacables?
El caso Garzón es expresivo de por dónde van a ir las disputas políticas bajo las condiciones de la crisis climática, tan pendiente de consideraciones científicas. Creo que el fin ya lo hemos interiorizado, el problema es de aplicación de los medios necesarios para realizarlo en sociedades democráticas donde las “verdades” tienden a deconstruirse por la inercia de los intereses y las discrepancias de opinión. Por eso es tan importante que progresen debates que vayan también de abajo arriba y se orienten a la creación de consensos, no que respondan a un frío diktat científico desde las alturas del decisor político. Ah, y esto va de algo más que la mera lucha partidista.