El nuevo poder duro en Europa
La invasión de Ucrania acaba con la idea de que el continente había alcanzado un estatus inmune a la guerra, cierra la etapa de la posguerra fría y obliga a replantearse el debate nuclear o el liderazgo alemán
“Puede ser que no te interese la guerra, pero la guerra está interesada en ti”, es una frase que suele atribuirse a Trotski. La inicial incredulidad en la mayor parte de Europa en las semanas recientes ante el hecho de que Rusia estaba realmente a punto de invadir Ucrania, seguida del espanto cuando efectivamente así sucedió, da cuenta de hasta qué punto los europeos contemporáneos suponían que el progreso de sus sociedades había trascendido ampliamente la se...
“Puede ser que no te interese la guerra, pero la guerra está interesada en ti”, es una frase que suele atribuirse a Trotski. La inicial incredulidad en la mayor parte de Europa en las semanas recientes ante el hecho de que Rusia estaba realmente a punto de invadir Ucrania, seguida del espanto cuando efectivamente así sucedió, da cuenta de hasta qué punto los europeos contemporáneos suponían que el progreso de sus sociedades había trascendido ampliamente la severa advertencia de Trotski, y cuánto habían olvidado que la guerra, y no la paz, es la constante de la historia humana. En semejante reacción hay ingenuidad, pero no deshonra. Los seres humanos fundan sus juicios en la experiencia y en Europa no había estallado una guerra, en el sentido clásico del enfrentamiento de un Estado contra otro con el objetivo de derrotar con contundencia al enemigo, desde el final de la II Guerra Mundial en 1945. Las guerras de sucesión que siguieron a la desintegración de Yugoslavia fueron indudablemente conflictos en extremo crueles, pero se trató de enfrentamientos civiles que muchos europeos se convencieron de ver como anomalías históricas y que, la mayoría de las veces, conceptualizaron y describieron no con los términos de Clausewitz, sino con los de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. Se trataba sobre todo de una crisis humanitaria, no de una guerra total.
No cabe duda de que se ha precipitado una enorme crisis humanitaria en Ucrania. Casi medio millón de ucranios han huido ya a las vecinas Polonia y Rumania, y casi con toda certeza los seguirán millones más. Pero a diferencia de la antigua Yugoslavia, en Ucrania nadie podrá fingir que la cuestión principal es humanitaria, al menos no hasta que cesen las hostilidades. Nos encontramos de nuevo catapultados a un mundo que habría sido absolutamente reconocible para todos los nacidos en cualquier lugar de Europa y en cualquier momento antes de 1939, y que parece, como es natural, insisto, absolutamente desconocido para toda persona nacida a partir de entonces. El hecho de que los europeos contemporáneos hubieran llegado a creer incluso que la era de las enfermedades pandémicas también había tocado a su fin es una de las más amargas ironías de la coyuntura actual.
Una valoración más realista concluye que, si bien la idea de que Europa había alcanzado de algún modo las soleadas altiplanicies de la “paz perpetua” kantiana era una ilusión, el ataque ruso a Ucrania se presenta como un momento de inflexión en la historia europea moderna, la cual señala el fin de la llamada Larga Paz que ha imperado en Europa tras concluir la II Guerra Mundial, el comienzo de realidades políticas y morales mucho más trágicas y tradicionales, y el fin definitivo de la concepción de Francis Fukuyama sobre “fin de la Historia”. Porque sea cual sea el resultado definitivo de esta guerra —la plena conquista rusa seguida de la creación de un estado títere; la derrota rusa, ya sea en el campo de batalla o por las sanciones económicas que acaben por desestabilizar al régimen de Vladímir Putin; que Rusia se conforme con sus anteriores y más limitadas exigencias y que Ucrania ceda su soberanía sobre la región étnicamente rusa de Donbás en el extremo oriental del país— Europa está entrando en una nueva época de poder duro, en tanto que la ideología del poder blando que durante tanto tiempo determinó el enfoque de la Unión Europea en sus relaciones internacionales, se verá ahora relegada a un papel subordinado.
La decisión del nuevo Gobierno alemán de abandonar su rígida adhesión a la exigencia de austeridad fiscal a todos los Estados miembros de la Unión Europea —una política de efectos muy perjudiciales en los países del sur de Europa, como España e Italia, que han de lidiar con una crisis de endeudamiento y un elevado desempleo juvenil— y de incrementar muy ampliamente su presupuesto de defensa hasta 2% del PIB en el futuro próximo, es la forma que adoptará la UE venidera, cuyos supuestos fundamentales sobre la paz y la guerra, es decir, sobre el futuro de la existencia misma de Europa se han transformado a consecuencia de la invasión. Dada la especial relación de Alemania con Rusia, y sobre todo por la dependencia energética alemana. El canciller Olaf Scholz ha revertido a todos los efectos tres décadas de política exterior germana. Y el panorama que se abre es difícil de establecer: ¿modificará Alemania su postura contra la energía nuclear? ¿Cómo afectará a la cultura alemana la nueva preeminencia de sus militares, en un país que casi con toda seguridad recibirá al menos tantos refugiados ucranianos como acogió sirios en 2015?
Sea cual sea la manera en que se aborden estas cuestiones, lo que está claro es que Europa ha abandonado el mundo de la posguerra fría y se dirige a un mundo que no ha vivido desde 1945. La ruptura con la Alemania expiatoria de Hitler no puede ser más profunda. Es significativo que algo similar esté ocurriendo en Japón, donde se cree que Corea del Norte representa una amenaza a su existencia, lo cual ha aumentado los llamados que exigen la enmienda de la Ley Básica japonesa con el fin de fortalecer exponencialmente su Ejército. Algunos piden incluso que se convierta en un Estado con armas nucleares.
Al igual que en el caso de Corea del Norte, debería quedar claro para todos que la invasión rusa supone una victoria a favor de la proliferación nuclear. Cuando se desintegró la Unión Soviética en 1991, un tercio de su arsenal nuclear, así como importantes elementos de la infraestructura industrial y científica para su diseño, fabricación y mantenimiento, se encontraban en territorio ucranio. Al cabo de tres años, en 1994, Ucrania acordó destruir dichas armas y cerrar las plantas de fabricación y los institutos de diseño a cambio de que Estados Unidos, Reino Unido y Rusia garantizaran su seguridad. Algunas voces discrepantes en aquel entonces, sobre todo la del politólogo estadounidense John Mearsheimer, advirtieron que Ucrania se hacía vulnerable a la agresión rusa y que algún día lamentaría profundamente su decisión. Las advertencias de Mearsheimer fueron desestimadas y en muchos casos vilipendiadas, aunque por supuesto Vladímir Putin lo ha reivindicado enteramente. Pues la cruda realidad es que, si Ucrania hubiera conservado su inventario nuclear, habría sido mucho menos probable que Rusia se atreviera a invadirla.
Si se tiene en cuenta todo lo anterior, la respuesta de Alemania no debería sorprender a nadie. Y puesto que Alemania es la potencia dominante de la UE —el debate sobre la austeridad en el curso de la última década y sobre todo la humillación de Grecia dejó constancia de su dominio— la respuesta de la UE tampoco debería sorprender. Pero si Europa está volviendo al mundo de la política del poder y del realismo lúcido, se plantea entonces una pregunta: ¿la guerra en Ucrania preocupa lo mismo en Madrid, Lisboa o Roma que en Berlín, Varsovia o incluso París? Y si, como sin duda puede argumentarse, no supone la misma amenaza existencial para las naciones del sur de Europa que para las del norte o el este, ¿cuáles deberían ser las prioridades de España, Portugal e Italia, o para expresarlo sin rodeos, las exigencias de la UE, ahora que debe reconceptualizarse sobre la marcha?