Postales balcánicas en Ucrania
Como hace 30 años, la guerra ha vuelto al corazón de Europa, con su rosario interminable de sufrimientos y heridas que nunca cicatrizan y que pasan de una generación a otra
Los actores son distintos, pero las imágenes que nos llegan desde Ucrania se asemejan demasiado a las que vivimos en los Balcanes hace 30 años: personas parecidas a nosotros masacradas en calles que se parecen a las nuestras, gente que aspira a una vida normal agredida por nacionalistas iluminados, la vieja historia europea. ...
Los actores son distintos, pero las imágenes que nos llegan desde Ucrania se asemejan demasiado a las que vivimos en los Balcanes hace 30 años: personas parecidas a nosotros masacradas en calles que se parecen a las nuestras, gente que aspira a una vida normal agredida por nacionalistas iluminados, la vieja historia europea. La guerra ha vuelto al corazón de Europa, nos interpela y amenaza más aún que otros conflictos recientes, como los del mundo árabe. Las imágenes que me han acompañado desde mi estancia en Bosnia a mediados de los noventa se han ido perpetuando en un hilo de continuidad sin fin en los numerosos conflictos asociados al final de la Guerra Fría y la larga descomposición de la URSS que siguió a la caída del muro de Berlín.
Hasta el jueves 24, día de la invasión rusa, pensaba, además, que el conflicto de Ucrania se movía en parámetros similares a los de Bosnia: un ejército agresor, en aquel caso el yugoslavo, que se esconde detrás de unas milicias paramilitares para perpetrar una limpieza étnica. Así ha sido en Ucrania desde la anexión de Crimea en 2014 y el inicio de la guerra del Donbás.
También la guerra de Bosnia fue el resultado de la descomposición de un Estado, la de Yugoslavia, una división pactada de antemano por dos líderes nacionalistas: el croata Franjo Tudjman y el serbio Slobodan Milosevic, que en los acuerdos de Karadordevo (1991) y Graz (1992) acordaron repartirse el territorio bosnio asimilando por la fuerza o liquidando sin contemplaciones a la mayoría musulmana. Para ello armaron a sus milicias y se encomendaron además al paraguas protector de sus respectivos mentores europeos: los alemanes (y los españoles) en el caso de los croatas y los rusos, con un apoyo ambiguo de Francia, en el caso de Serbia. No ayudó que el bando agredido fuera liderado por otro exmiembro de la nomeklatura yugoslava, Alija Itzebegovic, quien aprovechó la oportunidad para depurar étnicamente su maltrecho ejército. Asistimos entonces atónitos al espectáculo de la creación del odio interétnico en una época sin redes sociales, generosamente aventado por los medios de comunicación públicos: vecinos que empezaron a odiarse, familias rotas, amigos que se mataban entre ellos sin saber exactamente por qué, un anticipo de guerra híbrida del que seguro que Putin tomó buena nota.
El paisaje de Bosnia durante la contienda era el de una sociedad abierta en canal, ciudades partidas calle a calle, alertas de francotiradores en cada esquina, bombas de mortero sin explotar en el asfalto y minas en los márgenes de las carreteras. Lo más difícil para el neófito era saber en qué lado se encontraba a cada paso porque, a menudo, con doblar una esquina ya había cambiado de bando sin saberlo, un ejercicio altamente peligroso. Baste decir que los aliados del Norte, croatas y musulmanes, eran enemigos irreconciliables en el Sur. Cada pueblo tenía su propio esquema de alianzas y rivalidades. Uno tenia que orientarse por las pocas banderas que aún sobrevivían y, sobre todo, por las tumbas que poblaban cualquier palmo de verde en las ciudades, según fueran musulmanas, católicas u ortodoxas. Las postales que me quedan son las de riadas de refugiados huyendo de sus casas, edificios civiles descerrajados, puentes explotados y puestos de control militares a cada paso.
El resultado es conocido: una masacre de más de 100.000 personas y una guerra de todos contra todos en la que la población civil bosniomusulmana se llevó con diferencia la peor parte, y el asedio inmisericorde a todas las ciudades en las que había convivencia étnica hasta lograr una partición de facto, colgada de una frágil confederación refrendada en los Acuerdos de Dayton de 1995. No fue hasta la enésima matanza de civiles emitida por las televisiones de todo el mundo y, sobre todo, el genocidio de más de 8.000 hombres perpetrado en Srebenica (julio de 1995) por las tropas del general serbobosnio Ratko Mladic que la comunidad internacional consiguió alinearse y organizar una respuesta conjunta.
Tras incontables humillaciones a las fuerzas de interposición de la ONU, la OTAN intervino, lo que permitió una pacificación del Sur y la recuperación de la alianza musulmano-croata en el norte del país. En pocas semanas, el signo de la guerra cambió y los serbobosnios tuvieron que retirarse al territorio que constituye actualmente la denominada República Srpska, que ocupa el 49% del territorio bosnio, una decisión controvertida pues sólo el 31% de la población bosnia es de esa etnia.
Las imágenes de la Sarajevo cosmopolita resistiendo heroicamente al asedio serbio me recuerdan poderosamente a las que nos llegan estos días desde Kiev, pero ha quedado claro que los parámetros ahora son otros. La invocación implícita de Putin al principio del espacio vital para justificar una agresión unilateral a todo el país, el Lebensraum de los nazis al fin y al cabo, nos devuelve más bien a los métodos y argumentaciones que el Pacto de Varsovia empleó para aniquilar las primaveras de Budapest (1956) y Praga (1968).
Llevamos más de 20 años viendo sin reacción cómo Putin construye su régimen mafioso, dinamita nuestras democracias por todos los métodos posibles, patrocina a sanguinarios dictadores, envenena disidentes, persigue minorías, destruye cualquier atisbo de separación de poderes en su país. Escondida tras la máscara del autócrata emerge la forma del fascismo contemporáneo.
Putin, igual que hizo Milosevic en 1991 o Hitler en el 38 con la anexión de los Sudetes, utiliza cada una de estas agresiones para calibrar los límites de la respuesta de la comunidad internacional. Si se deja a Ucrania a su suerte, pronto podrán venir la reivindicación del Transdniéster moldavo o la amenaza a las repúblicas bálticas invocando el derecho de paso al enclave ruso de Kaliningrado.
Volviendo a Bosnia, creo que muchos acudimos allí imbuidos de un pacifismo epidérmico e inconcreto heredado de la guerra de Vietnam hasta que nos confrontamos a la dura realidad, a la necesidad de un “amor armado”, tal como lo definió José María Mendiluce, exresponsable de ACNUR en el país balcánico. Seguramente, también eran pacifistas muchos habitantes de la martirizada y multicultural Sarajevo hasta que acabaron y acabamos todos pidiendo a gritos bombardeos de la OTAN, vista la incapacidad europea para aportar cualquier tipo de respuesta coercitiva. Esa fue una de las grandes lecciones de las guerras balcánicas: cada Estado miembro de la UE jugaba su propia partida geopolítica, y a menudo contrapuestas entre sí, sobre todo en asuntos del Viejo Continente. Europa perdió entonces y ha seguido perdiendo la imperiosa oportunidad de construir un ejército común y sigue, hoy como entonces, dejando su seguridad en manos de Estados Unidos. Si los republicanos triunfan en las elecciones del próximo noviembre quedará muy debilitada. Seguro que Putin lo ha tenido en cuenta al elegir la fecha de la invasión. Es probable también que la hubiese planeado para aprovechar el final de la presidencia de su amigo Trump, unos planes que se truncaron por la pandemia y la derrota de su fiel aliado.
Pese a todo, el suyo es un cálculo arriesgado, puesto que sin duda unirá a los europeos en torno a esta nueva y colosal amenaza y debilitará a muchos de los movimientos nacionalpopulistas disgregadores que ha fomentado. La máscara de Putin ha caído definitivamente.
La guerra de los Balcanes nos enseñó a varias generaciones nacidas tras la Segunda Guerra Mundial cosas que nuestros padres y abuelos conocían perfectamente: que las guerras, se sabe cómo empiezan pero no cómo acaban. Lo que es seguro es que todas dejan un rosario interminable de sufrimientos y heridas que nunca cicatrizan del todo y que se trasladan de una generación a la otra.
Hoy, en Bosnia los odios siguen enquistados. Hay una generación de jóvenes líderes dispuestos a romper la dicotomía, pero las grandes fuerzas oligárquicas mantienen la polarización. El líder nacionalista serbobosnio Milorad Dodik ha empezado a tocar de nuevo los tambores de guerra con nuevas leyes destinadas a romper unilateralmente la federación y pisar los derechos de las otras etnias, unas postales de guerra que podemos volver a ver pronto en Bosnia si Putin se sale con la suya en Ucrania.