El frente cultural de batalla

El creciente bloqueo contra creadores rusos puede fortalecer los planteamientos de Putin sobre un supuesto enfrentamiento irreconciliable entre Europa y su país. Combatir su política no puede implicar hacerlo también contra todo lo que representa Rusia

Eduardo Estrada

La invasión de Ucrania y sus consecuencias, el argumentario de Vladímir Putin, los planteamientos de Volodímir Zelenski y las reflexiones de numerosos intelectuales europeos han vuelto a situar a la Historia en el centro del debate. Las referencias se han dirigido fundamentalmente a los años de la Segunda Guerra Mundial. La lucha por la “verdad histórica” sobre este conflicto ha sido y es un elemento c...

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La invasión de Ucrania y sus consecuencias, el argumentario de Vladímir Putin, los planteamientos de Volodímir Zelenski y las reflexiones de numerosos intelectuales europeos han vuelto a situar a la Historia en el centro del debate. Las referencias se han dirigido fundamentalmente a los años de la Segunda Guerra Mundial. La lucha por la “verdad histórica” sobre este conflicto ha sido y es un elemento central para construir los discursos que enfrentan hoy a ambos países. Las potenciales lecciones de la Gran Guerra, sin embargo, han sido escasamente tenidas en cuenta. Valdría la pena volver a ella para plantearnos una cuestión, la defensa de una cultura europea compartida, sobre la cual se articuló un discurso basado en el respeto de los valores de la paz después de 1918. A pesar de que puede parecer banal recordar esto mientras las bombas caen sobre las principales ciudades ucranias, se trata de una cuestión fundamental si de verdad nos proponemos construir un futuro común en nuestro continente.

En los primeros días de agosto de 1914, los nacionalismos ejercieron una fascinación que, combinada con un vitalismo heterogéneo, propició la aparición de una mezcla de valores que acabó por configurar un enfrentamiento entre unas “culturas de guerra” irreconciliables. La fuerza de estos nacionalismos fue tal que uno de los intelectuales-símbolo del pacifismo de entreguerras, Stefan Zweig, sucumbió ante ella y, dirigiéndose a sus colegas franceses y belgas, escribió pocos días después del estallido del conflicto: “Ya no somos los mismos de antes de esta guerra, y entre nuestros sentimientos se interpone el destino de nuestra patria”. Los años de la guerra de Thomas Mann, otro de los símbolos de la oposición al nazismo, estuvieron dominados por una abierta e irreconciliable lucha contra la zivilisation francesa que quedó expresada en sus Consideraciones de un apolítico, publicado poco después del conflicto. La oposición entre culturas nacionales fue tal que en Francia las lecturas patrióticas de Victor Hugo, Péguy o Daudet florecieron en todos los teatros del país. También la música alemana, en particular la de Wagner, llegó a ser prohibida en los auditorios franceses. En este marco, la solitaria voz de Romain Rolland y sus reivindicaciones de una cultura europea común recibieron duras denuncias al ser consideradas antipatrióticas. Su exilio voluntario en Ginebra le salvó de la prisión francesa y en los años de posguerra se acabó convirtiendo en el emblema del intelectual disidente, pacifista y europeísta que hoy parece repentinamente acorralado.

Desde el inicio de la ofensiva rusa sobre Ucrania se ha multiplicado la presión sobre los principales referentes culturales rusos. Algunos directores de orquesta, como Semion Bychkov y Vladímir Jurowski, condenaron con rapidez la política de Putin. Una de las voces más destacadas ha sido la Elena Kovalskaya, directora del Teatro Meyerhold de Moscú, financiado por el Estado ruso, quien dejó su cargo en rechazo a la invasión de Ucrania. También fue significativa la posición del director del Teatro Bolshói, quien tras firmar en marzo de 2014 un texto de apoyo a la anexión de Crimea, ha pedido públicamente el fin de la guerra. Dichas posiciones, es importante recordarlo, implicaban un gran riesgo: el Departamento de Cultura de Moscú había señalado que cualquier comentario negativo a la guerra sería considerado traición a la patria.

Desde una visión opuesta, destacó especialmente el caso de Valeri Gergiev. Cercano a Putin desde los primeros años noventa, miembro del Consejo para la Cultura y las Artes del Kremlin y director del Teatro Mariinski de San Petersburgo, apoyó la política de Moscú en el conflicto de Georgia de 2008 y la anexión de Crimea en 2014. También dirigió el concierto patriótico —con el acuerdo del régimen de Bachar el Asad— que tuvo lugar en 2016 en la ciudad siria de Palmira. Tras dirigir la primera función de la ópera La dama de picas en La Scala de Milán el 23 de febrero, cuando se confirmó la invasión rusa de Ucrania el director del teatro, Dominique Meyer, y el alcalde de Milán, Giuseppe Sala, acordaron pedir a Gergiev “un distanciamiento de la guerra”. En principio, La Scala sólo exigía una declaración similar a la de la soprano Anna Netrebko, otra artista muy cercana al presidente ruso que había manifestado su oposición a la guerra. La respuesta de Gergiev fue el silencio y no dirigió ninguna función más de La dama de picas. El goteo de cancelaciones fue imparable. Primero fueron el Carnegie Hall de Nueva York y la Filarmónica de Viena. Después vinieron los festivales de Lucerna (Suiza), Riga-Jurmala (Letonia), la Filarmónica de París y la de Róterdam; tras ellas las óperas de Múnich y Zúrich. A pesar de ser uno de los mejores directores de orquesta del mundo, era inaceptable que apoyara al régimen de Putin. Otro caso similar es el del pianista Denis Matsuev, quien también había sido condecorado por Putin y había apoyado la anexión de Crimea y fue vetado por el Carnegie Hall por su falta de condena a la política rusa. Las cancelaciones han llegado a España: el Palau de la Música prescindió de su actuación prevista para el 5 de marzo.

Parecía que estas decisiones tenían como objetivo señalar a los músicos rusos que se habían significado a favor de las políticas de Putin. Sin embargo, estas cancelaciones se desarrollaron en paralelo a otras decisiones más inquietantes. El 25 de febrero, la Orquesta Filarmónica de Zagreb eliminaba de su repertorio dos piezas de Chaikovski en solidaridad con el pueblo ucranio. Por las mismas razones, la Universidad de Dublín cancelaba una función de El lago de los cisnes que debía realizar el Royal Moscow Ballet. También el Ballet Estatal Ruso de Siberia anulaba una serie de tres funciones en el Teatro Royal & Derngate Theatre de Northampton. Casi al mismo tiempo, la Royal Opera House cancelaba una residencia del Ballet Bolshói de Moscú programada para el verano y el Teatro Real de Madrid suspendía sus actuaciones previstas.

Al mundo de la música no han cesado de sumarse otras expresiones culturales. En este marco, la Filmoteca de Andalucía llegó a retirar de la programación Solaris, de Andrei Tarkovski. “La cultura es el tercer frente de la guerra”, sostuvo hace algunos días Nadine Dorries, secretaria de Estado de Cultura del Reino Unido. La misma expresión, “tercer frente”, utilizó Christophe Prochasson hace algunos años para referirse a los intelectuales franceses —de Apollinaire a Durkheim— que habían combatido desde las trincheras de las letras en la Primera Guerra Mundial. No parece ser casualidad.

Como ha mostrado Gisèle Sapiro en su último libro, los debates sobre la posición del artista frente al mundo de la política, sobre la pertinencia de separar al autor de su obra, tienen una larga trayectoria. Sin embargo, este es el problema central. El creciente bloqueo contra la cultura rusa puede fortalecer los planteamientos de Putin sobre un supuesto enfrentamiento irreconciliable entre Europa y Rusia. Combatir la política liderada por el autócrata nacido en San Petersburgo no puede implicar hacerlo también contra todo lo que representa Rusia. Como ha mostrado Orlando Figes en Los europeos, su cultura centenaria es parte de nuestro propio patrimonio común como europeos. Sin ella será imposible alcanzar un futuro compartido. A pesar de todo, de eso se trata.

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