Demográfica
Pienso en los movimientos migratorios —neorrurales, valla de Melilla, exilios políticos y económicos, población refugiada…— y en lo mal repartido que está el mundo, pero me callo porque no quiero mostrarle al taxista lo imbécil que me hace mi anticapitalismo
El otro día estuve en Barcelona y cogí un taxi porque, por fin, he llegado a ser una señora de posibles —es broma—. El taxista me contó lo normal: pandemia y guerra son instrumentos de una conspiración orquestada por una pandilla de políticos y mercaderes, estratosféricamente poderosos, muy preocupados por la superpoblación. A fin de corregir los excesos demográficos, ese anónimo poder estratosférico ha azuzado a los cuatro jinetes del apocalipsis. Sus planes destructivos se les han ido de las manos y, aunque el horror golpea sobre todo a las personas con menos recursos y a los profesionales d...
El otro día estuve en Barcelona y cogí un taxi porque, por fin, he llegado a ser una señora de posibles —es broma—. El taxista me contó lo normal: pandemia y guerra son instrumentos de una conspiración orquestada por una pandilla de políticos y mercaderes, estratosféricamente poderosos, muy preocupados por la superpoblación. A fin de corregir los excesos demográficos, ese anónimo poder estratosférico ha azuzado a los cuatro jinetes del apocalipsis. Sus planes destructivos se les han ido de las manos y, aunque el horror golpea sobre todo a las personas con menos recursos y a los profesionales del gremio del taxi —subrayó—, también han caído aristócratas. Por ejemplo, el pobre marqués de Griñón. Incluso mentes privilegiadas, como la de una dama que luce como nadie las transparencias, han sufrido cierto deterioro cognitivo apreciable en declaraciones acaso solidarias con ese extraño mundo rural de cazadores, toreros y cetreros —mundo viril y metonimia—: “Trabajar en el campo es sanísimo, no tienen que ir al gimnasio”. Le cuento que en Madrid casi hay más perros que infancia y ni yo misma sé si mi comentario es entusiasta o crítico. También pienso en los movimientos migratorios —neorrurales, valla de Melilla, exilios políticos y económicos, población refugiada…— y en lo mal repartido que está el mundo, pero me callo porque no quiero mostrarle al taxista lo imbécil que me hace mi anticapitalismo. Él, por su parte, está muy cabreado con la competencia desleal de los peluqueros pakis. Luego doy una charla y me tomo una cerveza en un bar que es la antípoda absoluta —es decir, el complemento perfecto— de la ciudad descolorida y los centros urbanos gentrificados por la globalización: una cervecería perfectamente barcelonesa —con bikinis y butifarras—, regentada por restauradores orientales que cuajan la truita de patates mucho mejor que yo. Hay dolor y un poco de esperanza en ese heterodoxo desajuste cultural.