Lula y Alckmin

La decisión del expresidente brasileño de aliarse con el centro va mucho más allá de lo político, también es una respuesta ante las banderas agitadas por Bolsonaro

El expresidente de Brasil, Lula da Silva, posa junto al exgobernador de São Paulo, Geraldo Alckmin, el pasado 8 de abril.Sebastiao Moreira (EFE)

Diez días atrás, la política brasileña produjo una novedad de primera magnitud: Lula da Silva oficializó que el candidato a vicepresidente de su fórmula será Geraldo Alckmin. La integración del líder del Partido de los Trabajadores, con quien fuera, hasta fines del año pasado, una de las principales figuras del socialdemócrata PSDB, revela las transformaciones profundas que han operado en el mapa político de Brasil, sobre t...

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Diez días atrás, la política brasileña produjo una novedad de primera magnitud: Lula da Silva oficializó que el candidato a vicepresidente de su fórmula será Geraldo Alckmin. La integración del líder del Partido de los Trabajadores, con quien fuera, hasta fines del año pasado, una de las principales figuras del socialdemócrata PSDB, revela las transformaciones profundas que han operado en el mapa político de Brasil, sobre todo desde la emergencia de Jair Bolsonaro.

Aunque Alckmin se integra a ese binomio desde el Partido Socialista Brasileño, su nombre representa algo clarísimo: una tradición de la política del estado de São Paulo, progresista en lo político y liberal en lo económico, que tuvo su mejor representación en las dos presidencias de Fernando Henrique Cardoso.

Si se observa bien, el anuncio de esta combinación, que será lanzado en una manifestación popular el 30 de abril, forma parte de una trayectoria cuyo punto de partida fue aquel almuerzo de Lula con Cardoso, en la casa de Nelson Jobim, que el líder del PT presentó diciendo que hubo “mucha democracia en la carta”.

El acercamiento con Alckmin cobija un mensaje potente para el electorado. Lula está diciendo que pretende caminar hacia el centro. No solo en lo político. También en un aspecto de la vida pública que se ha vuelto decisivo en Brasil como en tantas otras sociedades: lo que se define como “agenda del comportamiento”, que incluye cuestiones que atañen a la sensibilidad moral y, en un sentido muy amplio, ideológica. Bolsonaro ha agitado como nunca antes las banderas reaccionarias en ese debate, aprovechando los temores y prejuicios de muchos ciudadanos que sufren de vértigo ante el cambio cultural.

La figura de un burgués moderado, como Alckmin, pretende ser un guiño tranquilizador para esos votantes. Más necesario en la medida que, desde que abandonó la carrera el exjuez Sergio Moro, el presidente brasileño ha mejorado en los estudios de opinión. Una encuesta de Genial/Quaest ubica a Lula con 45% y a Bolsonaro con 31%, lo que representa una mejora de cinco puntos respecto de la medición anterior. Otra investigación, realizada por Poder, los ubica en 44% y 32%. En este trabajo, el gobernador paulista y candidato del PSDB, João Doria, registra 8% de las adhesiones. Una cifra pequeña pero estratégica a cuya neutralización se dirige la alianza del PT con Alckmin. Hay en toda la jugada también un objetivo territorial: Lula pretende que su partido se quede con la gobernación de San Pablo a través de Fernando Haddad.

El movimiento del expresidente tiene, además, otra dimensión muy evidente: la económica. Los antecedentes de Lula no deberían inspirar temor a algún arrebato revolucionario. Como suele explicar José Dirceu, “Lula no es un líder de izquierda. Es un sindicalista, que entre el freno y el acelerador siempre va a elegir el freno”. Sin embargo, circula entre muchos brasileños la fantasía de que, después de la prisión, podría volver cargado de resentimientos contra el establishment, y de algún espíritu de venganza.

Para desmentir esa impresión no solo está Alckmin. El candidato ha autorizado que se divulgue la cercanía de economistas como Gabriel Galípolo, un joven exbanquero que pasó por la función pública trabajando en la gestión paulista de José Serra, del PSDB. Galípolo comenzó a compartir reuniones con hombres de negocios para explicar con qué intenciones llega Lula. Sin embargo, más allá de la actividad de este economista, los observadores prestan atención a un pequeño detalle, que podría convertirse en estratégico: la adhesión que muchos colaboradores de Cardoso prestaron a la candidatura de Marcelo Freixo, el bendecido por Lula para la gobernación de Río de Janeiro. Fraga es uno de los astros de la economía brasileña, admirado por los mercados desde que estuvo a cargo, entre 1999 y 2003, del Banco Central de Brasil. ¿En esta convergencia carioca está la semilla de una incorporación?

El rumbo que está adoptando Lula, previsible para quienes lo conocen, no es un dato aislado. Es un síntoma de lo que sucede en toda la región. En muchos países hay una opción por la izquierda. Pero se trata de una izquierda que, por falta de vocación o por falta de posibilidad, debe renunciar a un enfoque populista de la economía. La definición más contundente la ofreció el presidente de Chile, Gabriel Boric, cuando visitó la Argentina kirchnerista: “No le podemos regalar el equilibrio fiscal a la derecha”.

¿Cuál es el signo común de estas fuerzas ascendentes? Haber incorporado a su bagaje programático la consciencia de que existe una restricción presupuestaria. Por supuesto, como es el caso del mismo Boric, el mandato conceptual de estos liderazgos es respetar esa restricción, no por la vía del achicamiento del Estado, sino por la de una mayor presión impositiva.

No hay por qué no creer en que el mantenimiento de la salud fiscal y monetaria sea un propósito sincero. Aunque es cierto que, en varios casos, existe un límite político para cualquier desviación. Pedro Castillo, en Perú, decidió mantener al frente del Banco Central al ortodoxo Julio Valverde. Es posible que, si hubiera provocado su reemplazo, no habría tenido los votos necesarios en el Congreso. En cualquier caso, allí está Valverde, como garante de la racionalidad económica peruana. El chileno Boric eligió como ministro de Hacienda al prestigioso Mario Marcel, que viene de ser el presidente del Banco Central de Michelle Bachelet y de Sebastián Piñera.

La moderación puede ser una elección o la evidencia de que se llegó al final de un camino. Es lo que viene sucediendo en Venezuela. Nicolás Maduro logró salir de la hiperinflación a través de un ajuste fiscal y monetario que, en otras circunstancias, él hubiera denunciado como “neoliberal”. La inflación venezolana fue, en marzo, 1,4%.

La de la Argentina de Alberto Fernández fue 6,7%. Es la segunda más elevada del planeta después de la de Rusia. Fernández pactó un programa de racionalizaciones con el Fondo Monetario Internacional: reducción de los subsidios energéticos; suba de la tasa de interés; y recorte del déficit fiscal, que no podrá ser financiado, como hasta ahora, con emisión monetaria. La nueva orientación hizo estallar la coalición oficialista. Cristina Kirchner, que lidera a esa coalición, rechazó el acuerdo con el Fondo. Pero Fernández, su delegado en la Presidencia, tuvo que sellarlo igual: la alternativa sería un colapso capaz de hacer peligrar su permanencia en el poder.

La novedad de fuerzas de izquierda que se abstienen de ensayar una gestión que ignore el equilibrio de las cuentas del Estado obedece también a un fenómeno político que recorre América Latina. Los gobiernos que han surgido, y el que surgirá en Brasil si vuelve Lula, están controlados por coaliciones multicolor, con una base electoral heterogénea y, por lo tanto, condicional. Cualquier experimento que se aventure más allá de la racionalidad fiscal y monetaria requiere, después de un tiempo, un monto más o menos elevado de represión política. Es esa la materia que hoy no está disponible.

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