Necesidad y peligro de la reforma de la UE

El bloque avanza hacia un proceso de enmienda de los Tratados que entraña la promesa de un perfil más adecuado a la época y la amenaza de catalizar rechazo

El primer ministro italiano Mario Draghi durante su intervención en el Parlamento Europeo de Estrasburgo, este martes.JULIEN WARNAND (EFE)

La historia contemporánea y la vida moderna fluyen como un río tumultuoso, con velocidad inaudita. Instituciones políticas, empresas, ciudadanos se dedican en gran medida a quedarse a flote como pueden, a evitar estrellarse contra rocas en medio de la corriente impetuosa. Los gobernantes capean el oleaje incesante, los profesionales hiperconectados se olvidan de vivir como si de su trabajo dependiera la salvación de la humanidad, mientras otros muchos ciudadanos deben hacerlo con la agitación de la escasez de medios y de la precariedad. Todos arrastrados por la corriente. No es un tiempo muy p...

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La historia contemporánea y la vida moderna fluyen como un río tumultuoso, con velocidad inaudita. Instituciones políticas, empresas, ciudadanos se dedican en gran medida a quedarse a flote como pueden, a evitar estrellarse contra rocas en medio de la corriente impetuosa. Los gobernantes capean el oleaje incesante, los profesionales hiperconectados se olvidan de vivir como si de su trabajo dependiera la salvación de la humanidad, mientras otros muchos ciudadanos deben hacerlo con la agitación de la escasez de medios y de la precariedad. Todos arrastrados por la corriente. No es un tiempo muy propicio para la profundidad, la concentración, la reflexión, para la hondura fértil de la que brotan grandes frutos y grandes goces. Por ello, es especialmente apreciable que la Unión Europea sí esté intentando un gran ejercicio de reflexión sobre sí misma.

El próximo lunes se clausura la Conferencia sobre el Futuro de Europa, un proceso de escucha ciudadana meritorio, aunque no haya cobrado un gran protagonismo durante su desarrollo. Las propuestas que emanan de esa iniciativa son el punto de partida de un proyecto de reforma de los Tratados de la UE que cobra creciente impulso. Esta semana, el Parlamento Europeo ha aprobado una resolución que aboga por que se proceda a ello con la constitución de una Convención.

El proceso tiene mucho sentido. La UE es la mejor plataforma de la que disponen los europeos para abordar los crecientes problemas globales, y es necesario adecuar la capacidad de respuesta común a los nuevos retos, a los malestares de la sociedad. A la vez, es un movimiento arriesgado, por los peligros de una iniciativa que requiere complicadas ratificaciones nacionales en un panorama repleto de fuerzas hostiles al proyecto europeo, incluso en puestos de mando. Son notorios intentos reformistas del pasado mal gestionados que acabaron provocando nefastos contragolpes. Ello no significa que haya que renunciar, pero sí que es imprescindible un manejo muy ponderado de la iniciativa desde la conciencia plena de la fuerza del rechazo.

Dos episodios de esta semana ilustran bien los términos de la pugna política que afrontamos: un discurso pronunciado por el presidente del Gobierno italiano, Mario Draghi, en el Parlamento Europeo y la conformación en Francia de un frente izquierdista (y al que se ha sumado el Partido Socialista francés) que plantea una reformulación radical de la UE, con tintes soberanistas, con disposición a no respetar reglas y, en definitiva, muy alejada de las áreas de consenso que la construyeron.

Draghi izó en el pleno parlamentario la palabra anatema para los nacionalpopulistas de distinto pelaje: federalismo. “Las instituciones construidas por nuestros antecesores en décadas pasadas han servido bien a los ciudadanos europeos, pero son inadecuadas para la realidad que afrontamos hoy… Necesitamos federalismo pragmático, que abarque todas las áreas afectadas por las transformaciones que están ocurriendo… No solo necesitamos federalismo pragmático, sino también un federalismo basado en valores. Si esto significa embarcarse en un rumbo que conduce a la revisión de los Tratados, esto debe afrontarse con coraje y confianza”, dijo. El vocablo toca un nervio muy profundo, y en algunos países hay europeístas convencidos que tienden a evitarla porque genera fuerte rechazo.

Ese concepto es una bandera, y probablemente es preciso enarbolarla aunque acarree un coste. Pero, en cualquier caso, el ejemplo sirve para ilustrar que en la larga campaña que parece abrirse habrá que ponderar bien no solo cuestiones sustanciales, sino también dilemas retóricos.

En la sustancia, Draghi apuntó amplios caminos de reforma: superar el principio de unanimidad en política exterior; una política de defensa más integrada que empiece por una racionalización de las inversiones (a cuyo fin sugirió convocar una conferencia específica); el uso del mecanismo SURE (activado en la pandemia para sostener el empleo) para respaldar medidas que mitiguen los efectos de las tarifas energéticas desbocadas; la utilización del modelo de endeudamiento común del Next Generation para inversiones de largo plazo en defensa, energía, seguridad alimentaria e industrial; dar nuevo impulso a la ampliación.

La Conferencia para el Futuro, por su parte, ha aprobado 49 propuestas, que incluyen unas 300 medidas en nueve áreas diferentes.

Algunas de estas propuestas requieren una reforma de los Tratados; otras, no. En todo el espectro habrá que lidiar con posicionamientos radicales de Gobiernos (Hungría, Polonia), de formaciones de ultraderecha, pero también de una izquierda con legítimos anhelos de reforma, y más dudosamente legítima disposición a incumplir normas. El proceso de reforma es oportuno, e incluso necesario. Es sano que las instituciones y las personas se rebelen a la dictadura de la corriente que arrastra y emprendan grandes ejercicios de reconsideración. En el caso de la UE, hay que cuidar que no se convierta en un catalizador de rechazo, como ocurrió con los referendos de Francia y Holanda (2005) e Irlanda (2008).

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