Amigos taurinos
En una competición vergonzosa por ser la mejor persona del mundo, ellos acarrean con excelente humor un alma impura contra la que se estampan todos los reproches del mundo actual
Se lo escuché al escritor Ignacio Martínez de Pisón. Hablábamos de los toros, de su obsolescencia y otros tópicos, cuando dijo que a él, siendo antitaurino, le encanta tener amigos taurinos. Como saben que les gusta algo que no está bien visto y que tiene una defensa ética, como poco, difícil, no son moralistas. Me gustó mucho la idea y reparé en que yo también quiero mucho a mis amigos taurinos, que niegan en parte la teoría de Goethe de las afinidades electivas. Aunque me pierdo una parte importante de su pe...
Se lo escuché al escritor Ignacio Martínez de Pisón. Hablábamos de los toros, de su obsolescencia y otros tópicos, cuando dijo que a él, siendo antitaurino, le encanta tener amigos taurinos. Como saben que les gusta algo que no está bien visto y que tiene una defensa ética, como poco, difícil, no son moralistas. Me gustó mucho la idea y reparé en que yo también quiero mucho a mis amigos taurinos, que niegan en parte la teoría de Goethe de las afinidades electivas. Aunque me pierdo una parte importante de su personalidad —a la que no puedo entrar, porque me tendría que estudiar el Cossío y forzar que me gustase un espectáculo que no entiendo, que me violenta y que he visto una sola vez en mi vida—, jamás los siento extraños, y creo que se debe a lo que planteaba Pisón. Nunca juzgan, señalan, aconsejan ni se ponen paternales. Tampoco se enfadan porque no les llames. Si les apetece verte, te llaman y no echan cuentas de quién ha llamado a quien.
¿Qué cosa mejor se le puede pedir a un amigo? Para salvarte ya están los médicos, los curas y los psiquiatras. El amigo te acepta con todas tus porquerías, brinda por tus paradojas, se burla de tus incongruencias, respeta tus secretos y te dice que mañana será otro día cuando la vida se te pone cuesta arriba.
Casi todos mis amigos taurinos lo son por sus padres. El calor de la plaza y el olor a arena y sangre son magdalenas de Proust que les llenan la boca en cada Feria de San Isidro, mezcladas con el aroma de la loción de afeitar de sus padres. Alguno me ha dicho que sabe que no debería gustarle aquello. El rito atenta contra todo su ser, pero no lo puede remediar: las cosas que nos gustan de veras son heredadas e irracionales, y quien se rebela contra ellas, se borra a sí mismo.
Esta manera de aceptarse como se es, sin pedir disculpas pero tampoco enorgulleciéndose ni presentándose como ejemplo para nadie, es lo más anacrónico de su personalidad, mucho más que su afición. En un tiempo donde cada cual se deconstruye, pide perdón y trata de ser la mejor versión de sí mismo, en una competición vergonzosa por ser la mejor persona del mundo, ellos acarrean con excelente humor un alma impura contra la que se estampan todos los reproches del mundo actual. Tal vez no ganarían unas elecciones, pero, para animar las noches más tristes, no tienen igual.