El coste de las oportunidades perdidas
Habrá quien crea que la Corona y la inteligencia son asuntos de esa parte del Estado que es mejor no tocar y que abrir esos debates puede salir muy caro. ¿Han hecho las cuentas de lo que supone no hacerlo?
Dice el Gobierno que Juan Carlos I ha perdido la oportunidad de dar explicaciones. Bienaventurados los que, teniendo en cuenta los antecedentes, pensaban que así sería, porque demuestran una fe inquebrantable en el género humano. Quizá lo hagan conscientes del daño causado aquellos años en los que los desmanes del rey emérito eran conocidos más allá de palacio, pero nadie los desvelaba. ¿Cuánto nos han costado todas...
Dice el Gobierno que Juan Carlos I ha perdido la oportunidad de dar explicaciones. Bienaventurados los que, teniendo en cuenta los antecedentes, pensaban que así sería, porque demuestran una fe inquebrantable en el género humano. Quizá lo hagan conscientes del daño causado aquellos años en los que los desmanes del rey emérito eran conocidos más allá de palacio, pero nadie los desvelaba. ¿Cuánto nos han costado todas esas oportunidades perdidas?
No ha sido Juan Carlos I el único en desperdiciar la ocasión. El escueto comunicado de La Zarzuela tras la reunión de padre e hijo es más relevante por lo que calla que por lo que cuenta. No es fácil para la Casa del Rey manifestar de forma explícita su rechazo a todo lo que rodea al anterior monarca. Pero si no lo hace por activa, puede hacerlo por pasiva, aplicándose a sí misma una transparencia digna de tal nombre, aclarando las incógnitas sobre el conocimiento del Rey acerca de los negocios de su padre, o explicando su papel en fundaciones donde aparecía como beneficiario, entre otros asuntos.
Pierde también una oportunidad el Legislativo, y de forma especial los partidos mayoritarios, de regular la Corona de forma precisa y conforme a estándares democráticos con una ley que, entre otras cosas, delimite hasta dónde llega la inviolabilidad del jefe del Estado.
Fruto del miedo a un cuestionamiento de la institución —que dicho sea de paso no dejará de existir por mucho que la cuestión se evite—, en 40 años no se ha permitido el más mínimo debate sobre la Monarquía. Se dirá que ahora no es el momento, y probablemente así sea, pero en cuatro décadas nunca lo ha sido. Hoy arrastramos las carencias de una insuficiente regulación que facilita que el descrédito de Juan Carlos I se extienda a otras instituciones. El coste de las oportunidades perdidas es tremendo.
No es el único asunto de la actualidad donde el miedo a abrir debates complejos acaba acarreando costes importantes. Ahí está todo lo que rodea a las escuchas y el espionaje en el llamado caso Pegasus. Pecaríamos de ingenuidad si pidiéramos transparencia donde no es posible; pero sí cabe exigir mecanismos de control para que incluso en las zonas más opacas del Estado haya fórmulas de escrutinio que garanticen que la política de inteligencia se ajusta a la ley y que esta se aplica con la debida diligencia. Más allá del escándalo por las escuchas a líderes catalanistas o del espionaje en los móviles del presidente y varios ministros, es necesario abrir el debate sobre los mecanismos de control de los servicios de inteligencia, de forma que se garantice la necesaria confidencialidad sin renunciar a la debida vigilancia democrática.
Habrá quien creerá que estos dos asuntos pertenecen a esa parte del Estado que es mejor no tocar, y que abrir esos debates puede salir muy caro. ¿Han hecho las cuentas de lo que supone no hacerlo?