La iniquidad de la guerra
Ante el impacto de la imagen de un padre ante su hijo de 13 años que ha matado un misil ruso, es mejor intentar comprender que empezar a odiar
Decía Susan Sontag en su ensayo Ante el dolor de los demás que, frente al flujo incesante de las imágenes en la televisión, el cine o el video, a la hora de recordar “la fotografía cala más hondo”. Luego añadía: “La fotografía es como una cita, una máxima o un proverbio”. Te agarra con fuerza y puede iluminarte el mundo, enseñarte a comprenderlo, pero también puede paralizarte o confundirte o agitar tus pasiones más oscuras. Hace unos días, el jueves 21, ...
Decía Susan Sontag en su ensayo Ante el dolor de los demás que, frente al flujo incesante de las imágenes en la televisión, el cine o el video, a la hora de recordar “la fotografía cala más hondo”. Luego añadía: “La fotografía es como una cita, una máxima o un proverbio”. Te agarra con fuerza y puede iluminarte el mundo, enseñarte a comprenderlo, pero también puede paralizarte o confundirte o agitar tus pasiones más oscuras. Hace unos días, el jueves 21, una fotografía de Sergey Kozlov que se publicó en la primera página de este diario mostraba esa capacidad de conmocionar. Un hombre acaricia la cabeza de su hijo de 13 años que acaba de morir en una parada de autobús cerca de una mezquita, en Járkov, Ucrania. Lo ha matado un misil ruso. La imagen congela en un instante la iniquidad de toda guerra, el brutal desgarro que se repite en cuantas han sido, son y serán: el entender de pronto que frente a la lógica más aplastante, que los mayores mueran antes que los más jóvenes, sean los padres los que tengan que enterrar a sus hijos. No hay seguramente mayor dolor. Y es lo que hay en una guerra: son muchachos los que caen en los frentes y, en las retaguardias, se van también incluso los más frágiles, los niños. Como en Járkov.
También escribía Susan Sontag en ese ensayo que “el problema no es que la gente recuerde por medio de fotografías, sino que tan solo recuerda las fotografías”. Esta idea la recoge el historiador Vicente Sánchez Biosca en un libro publicado hace unos meses, La muerte en los ojos. Se ocupa ahí de explorar el enorme poder que tienen las imágenes, cómo algunas de ellas te rompen la vida, te la cambian, te obligan y te comprometen, te fuerzan a tomar posición. Sobre todo las más atroces. Fueron las fotografías de los campos de concentración de Bergen-Belsen y de Dachau las que impactaron profundamente a Susan Sontag cuando las encontró en una librería de Santa Mónica en 1945 —”algo murió, algo llora todavía”, dice de aquella experiencia—. Lo que comprobó después fue que era tal su fuerza que conseguían colapsar el entendimiento.
Sánchez Biosca escribe que “las imágenes de atrocidades nos sacuden con virulencia, aspiran a traumatizarnos mediante la exposición al horror y reclaman de nosotros una posición activa acorde con su violencia; en suma, aspiran a ser más que imágenes”. Lo que aborda en su libro lo resume su inquietante subtítulo, Qué perpetran las imágenes de perpetrador, y lo que hace es eso: estudiar las filmaciones y fotografías que tomaron determinados criminales de sus propios actos criminales, ya fueran (entre otros) los yihadistas del Estado Islámico, los jemeres rojos o los nazis. Y las tomaron porque a través de ellas pretendían crear una comunidad de odio, establecer lazos de venganza, deshumanizar al enemigo.
La imagen del niño que murió en Járkov la hizo un fotoperiodista, y no pertenece de ninguna manera a esa lógica criminal y perversa que analiza Sánchez Biosca. Pero es verdad que nos coloca ante el horror y, ante su extrema desnudez, es mejor intentar comprender lo poco que ahí pueda comprenderse —un padre destrozado ante el cuerpo de su hijo— antes que rendirse a su feroz impacto y empezar a odiar.