Cuando decimos “fin de la abundancia”, ¿de qué hablamos?

Hemos de agradecer a Macron que rompiese parcialmente el consenso discursivo negador de la realidad que hasta hoy siguen defendiendo las élites económicas, políticas y mediáticas: la abundancia energética y la plétora mercantil son cosa del pasado

El presidente francés, Emmanuel Macron, durante el Consejo de Ministros, en el Palacio del Elíseo, en París el pasado miércoles.Mohammed Badra (AP)

El presidente de la República Francesa habló del fin de la abundancia, y se produjo una gran conmoción.

La primera reacción se dio casi como reflejo condicionado: ¿cómo hablar de abundancia en sociedades donde la desigualdad cronificada se intensifica aún más, donde el 1% en la cima de la pirámide acapara ingresos y riqueza, donde...

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El presidente de la República Francesa habló del fin de la abundancia, y se produjo una gran conmoción.

La primera reacción se dio casi como reflejo condicionado: ¿cómo hablar de abundancia en sociedades donde la desigualdad cronificada se intensifica aún más, donde el 1% en la cima de la pirámide acapara ingresos y riqueza, donde la inflación carcome los salarios, donde la precariedad degrada y deshace tantas existencias vulnerables? Y por añadidura, ¿vincular esa llamada a aceptar sacrificios con una guerra insensata que podía y debía haberse evitado, incluso in extremis, en la cuesta abajo geopolítica del pasado invierno?

Y, no obstante, quienes somos conscientes de la tragedia ecosocial que estamos viviendo, y de los tiempos durísimos que vienen, hemos de agradecer a Emmanuel Macron que el 24 de agosto rompiese parcialmente el consenso discursivo negador de la realidad que hasta hoy siguen defendiendo las élites económicas, políticas y mediáticas. En efecto, la abundancia energética y la plétora mercantil que nos decían seguiría siempre adelante son cosa del pasado. Y cuanto antes nos hagamos cargo de la realidad, más opciones tendremos para evitar los peores escenarios (diversas combinaciones de fascismo, genocidio y ecocidio) que hoy por hoy son los más probables.

Hay dos verdades básicas que, más que incómodas (como La verdad incómoda que nos explicaba Al Gore), resultan inaceptables para la visión del mundo que prevalece. La primera es que el calentamiento global es más bien nuestra tragedia climática, y no significa algunas molestias más para nuestra vida cotidiana (un poco más de calor en verano, algún río fuera de madre de vez en cuando, algo menos de agua para tierras y gargantas un poco más sedientas): lo que está en juego son sociedades inviables en una Tierra inhabitable.

Y una segunda verdad es que la crisis energética ni es coyuntural ni tiene ninguna solución que no implique vivir usando mucha menos energía, lo que significa empobrecimiento de algún tipo. La mayor parte de lo que hemos llamado “progreso” y “desarrollo” a lo largo de los dos últimos siglos se debe a la excepcionalidad histórica de los combustibles fósiles y a la inconcebible sobreabundancia energética que proporcionaron (que ya acaba y no es sustituible). Y, en sociedades como la francesa o la española, la parte de esa riqueza energética que toca incluso a quienes malviven en la base de la pirámide social está por encima de lo generalizable para más de 8.000 millones de seres humanos que quieran durar en el tiempo.

No cabe seguir pensando en una “buena” transición a una sociedad industrial sustentable que pudiera, por ejemplo, conservar (no digamos ya ampliar) los enormes consumos de energía del capitalismo actual en los países centrales del sistema. El ahorro energético que hoy proponen Francia o Alemania, y que parece inasumible a tantos, está de hecho por detrás de lo que necesitaríamos, y eso apunta, claro, a la necesidad de cambio sistémico.

¿Hablamos entonces de asumir la realidad y de la necesidad de superar el capitalismo?

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