En primero de privacidad
Necesitamos pasar de curso para saber cómo proteger mejor nuestros entornos privados
Una calle de Nueva York. Un cubo de basura y, en su interior, una bolsa negra de plástico entreabierta. Una parte de su contenido yace esparcido por la acera de una calle de Hell’s Kitchen. Son diapositivas. Estamos en mayo de 2016 y Deborah Acosta, una joven periodista de The New York Times acaba de reparar en las fotografías. Las rescata del suelo, una a una, y sigue la estela hasta dar con un contenedor de basura donde alguien ha dejado esa bolsa que guarda cientos de pequeñas imágenes. Miradas al trasluz, las diapositivas parecen reproducir instantes de la vida de una joven mujer, e...
Una calle de Nueva York. Un cubo de basura y, en su interior, una bolsa negra de plástico entreabierta. Una parte de su contenido yace esparcido por la acera de una calle de Hell’s Kitchen. Son diapositivas. Estamos en mayo de 2016 y Deborah Acosta, una joven periodista de The New York Times acaba de reparar en las fotografías. Las rescata del suelo, una a una, y sigue la estela hasta dar con un contenedor de basura donde alguien ha dejado esa bolsa que guarda cientos de pequeñas imágenes. Miradas al trasluz, las diapositivas parecen reproducir instantes de la vida de una joven mujer, entusiasta de los viajes a juzgar por la diversidad de paisajes. ¿Quién es ella? ¿Quién ha condenado así parte de sus recuerdos? Acosta, miembro del equipo de directos para Facebook del periódico, decide compartir el hallazgo con sus seguidores. Necesita algún dato, alguna pista que la ayude a reconstruir la historia detrás de la mujer rubia de las fotografías abandonadas. La reportera coloca algunas diapositivas frente al objetivo de la cámara del directo. Las aportaciones no tardan en llegar al hilo de comentarios. Algunos la han reconocido. Se llama Mariana Gosnell, era periodista científica y durante más de 20 años trabajó en el semanario Newsweek. Escribió dos libros, enfermó de cáncer y murió en 2012 cuando tenía 79 años. Cuatro años más tarde, su pareja, Jamie Fenwick, pensó en deshacerse del archivo fotográfico de Mariana. “No le di muchas vueltas” afirmó Fenwick al ser localizado y entrevistado por la periodista del Times. “Lo importante fue querer y ser querido”, alegó. La vida de Mariana, algunos de sus recuerdos familiares y el triste final de sus fotografías quedaron plasmados en un vídeo recopilatorio difundido en Facebook que supera las 337.000 reproducciones. Los comentarios elogiosos se mezclan con aquellos que deploran lo poco respetuoso con la privacidad que resultó el recurso profesional de la periodista, así como la difusión de imágenes de la esfera íntima de una persona en una red social sin el consentimiento del interesado o su entorno más próximo.
Han pasado seis años y esta historia sigue ilustrando a la perfección el largo camino que nos queda por recorrer hasta encontrar la síntesis virtuosa entre la forma en que usamos las redes sociales y la protección de nuestra privacidad. Existe un escollo inicial de gran magnitud: tratamos de adaptarnos a los cambios tecnológicos y nos apuntamos a las redes con muy poca información sobre qué parte de nuestra privacidad se queda en el camino y a qué fines económicos o políticos responde el uso nuestros datos.
La ignorancia es una parte suculenta del negocio de las grandes plataformas tecnológicas. Como subraya la investigadora Carissa Véliz, autora del libro Privacidad es poder. Datos, vigilancia y libertad en la era digital (Editorial Debate, 2021), “los datos personales confieren poder a quienes los recogen y los analizan, y eso es lo que los hace tan codiciados.” Estamos en primero de privacidad y necesitamos pasar de curso para saber cómo proteger mejor nuestros entornos privados, nuestras sociedades y democracias. Esto solo puede suceder desde una toma de conciencia generalizada y el desarrollo de procesos de alfabetización. Las posibilidades, los desafíos y los peligros que plantean las redes sociales darían para una asignatura troncal en todos los niveles de la educación.