La prosa anémica de las presentaciones de PowerPoint
El uso de diapositivas no como apoyo del profesor sino como apuntes de clase para los aprendices es letal para el desarrollo de una competencia discursiva madura
Entendemos mejor el mundo si apoyamos nuestra explicación de la realidad en metáforas. Una de ellas, compartida por muchas lenguas, es la de que algo incomprensible es algo cerrado, mientras que lo que se expone se abre, se despliega horizontalmente, ocupa una superficie sobre la que aplicamos nuestros ojos ávidos de comprensión. Cuando mostramos una tela o un mapa, lo abrimos encima de la mesa: de la misma manera, pensamos que al explicar un concepto estamos también, de alguna forma, desenrollándolo.
Por supuesto, esto es una metáfora, no hay espacialidad física alguna en la explicació...
Entendemos mejor el mundo si apoyamos nuestra explicación de la realidad en metáforas. Una de ellas, compartida por muchas lenguas, es la de que algo incomprensible es algo cerrado, mientras que lo que se expone se abre, se despliega horizontalmente, ocupa una superficie sobre la que aplicamos nuestros ojos ávidos de comprensión. Cuando mostramos una tela o un mapa, lo abrimos encima de la mesa: de la misma manera, pensamos que al explicar un concepto estamos también, de alguna forma, desenrollándolo.
Por supuesto, esto es una metáfora, no hay espacialidad física alguna en la explicación intelectual, pero la propia palabra explicación contiene esa imagen. Plicare era en latín “plegar” (de donde vienen palabras como desplegable o plegado) y explicare era desdoblar, desplegar el conocimiento; como si quien explica abriera la caja de su cerebro (por cierto, otra metáfora) y fuera desempaquetando ejemplos luminosos, datos pertinentes e hilando los hechos entre sí. Si ese despliegue de conocimiento se da en un aula, el profesor, como un maestro de ceremonias, se puede servir de instrumentos externos que lo sustenten: la pizarra, los libros de texto, el proyector que emite una presentación sobre una pantalla, unas fotocopias. Son elementos que apoyan la elocuencia, que ayudan a asentar lo desarrollado y allanan el camino. Los imagino como clavos que fijan el entendimiento a una pared, herramientas que materializan datos que solo adquieren sentido con la capacidad y el conocimiento, con el despliegue, en suma, de un buen maestro.
Hoy me quiero detener en uno de esos elementos de apoyo: las presentaciones digitales. El programa de presentaciones más famoso, Power Point de Microsoft, es hoy muy utilizado en la enseñanza, en conferencias y en ruedas de prensa. Lanzado en 1987 solo en blanco y negro, hoy tiene muy dignos competidores. Nuestras aulas han vivido de manera rápida en los últimos años una incorporación de ordenadores y proyectores, y es previsible que nuestros alumnos, si son nativos digitales, hayan asistido desde pequeños a clases acompañadas de presentaciones en color, con proyección de imágenes, mapas, colores y listas. Empresarialmente, el desarrollo de programas de presentaciones ha sido un éxito; comunicativamente, ha sido un avance poder mostrar imágenes diagramas, esquemas de calidad a gran tamaño; argumentativamente, tengo mis dudas.
El debate en torno al uso de presentaciones digitales se ha solido enfocar en su efectividad durante la propia exposición: las presentaciones con mucho foco en la forma (y escasa atención a los contenidos) pueden desviar la atención y obstaculizar la retención de datos; lo proyectado a veces es más hipnótico que propiamente constructivo. Una buena exposición oral es capaz de compensar una mala presentación de Power Point, y los discursos que mayor potencia emocional despiertan, los más efectistas, no suelen estar apoyados por presentaciones, y funcionan. Esto es, usar presentaciones no garantiza, ni para bien ni para mal, nada. Como en tantas herramientas, el Power Point a veces funciona como prótesis y otras como excrecencia. Pero, en cambio, poco se ha advertido sobre una deriva imprevista de estas presentaciones: el que haya profesores o alumnos que las utilicen, descargadas o impresas, como exclusivo contenido del estudio: el hecho de que se normalice que el aprendizaje de una disciplina se materialice meramente en esas presentaciones.
El uso de diapositivas no como apoyo del profesor sino como apuntes de clase para los aprendices es letal para el desarrollo de una competencia discursiva madura. La prosa flaca de las presentaciones es legítima pero es inaceptable en otros canales; esa sintaxis esquemática, simplificada verbalmente, resulta entendible en la pizarra (no es otra cosa un Power Point que una pizarra proyectada) pero no en otros contextos. Estudiar solo el mensaje raquítico de las presentaciones a costa de los libros de texto, de los artículos científicos o de otros contenidos en prosa expositiva priva a los estudiantes de una parte fundamental de su formación: la comprensión lectora y el estudio de textos elaborados, complejos discursivamente, escritos en el nivel que la asignatura y la etapa educativa en que se encuentren les exija.
Al formarnos, repetimos el discurso en que hemos sido formados, y por escrito reproducimos el tipo de discurso que hemos leído. El enflaquecimiento de la forma de los contenidos tiene su consecuencia en los modos de escritura de los alumnos, porque de lo que se recibe, de esa prosa que llueve en forma de escucha en el aula o de lectura en la soledad, se fabrica el discurso propio. Hacer crecer la lengua implica el riego de nuestro intelecto con un agua que debe estar conformada por estructuras complejas, por formas de enlace, por líneas que pueden tener más de una docena de palabras. La única forma de que esa prosa que elabora el profesor baje al uso común del alumnado es a través del estudio. Si solo regamos con puntitos, cuadritos simples y listas de infinitivos o adjetivos no nos podemos extrañar de que los estudiantes redacten pruebas o ensayos con esa misma prosa telegráfica y anémica: con tan pobre alimento textual recibido, poca solidez discursiva se puede desplegar.