La ingravidez de los viernes

La gente parecía derrotada y hermosa. Yo me sentía en el epicentro de algo fantástico. Sin embargo, era un día normal

Un hombre sentado en un banco de Pamplona.Álvaro Barrientos (AP)

Caminé con la tenue ingravidez que produce la desgracia pero sin contener desgracia alguna. En la hamburguesería de la esquina había un hombre viejo, con aspecto de estar muy enfermo. Tenía la cabeza gacha, como quien reza, y tomaba entre sus manos la de una chica joven que miraba indiferente por la ventana. Eran como una capilla de silencio en medio de ese local ruidoso revestido por azulejos de un rojo brutal, sanguíneo. Afuera, las cosas estaban perfectamente acomodadas: el puesto de flores, las peceras de l...

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Caminé con la tenue ingravidez que produce la desgracia pero sin contener desgracia alguna. En la hamburguesería de la esquina había un hombre viejo, con aspecto de estar muy enfermo. Tenía la cabeza gacha, como quien reza, y tomaba entre sus manos la de una chica joven que miraba indiferente por la ventana. Eran como una capilla de silencio en medio de ese local ruidoso revestido por azulejos de un rojo brutal, sanguíneo. Afuera, las cosas estaban perfectamente acomodadas: el puesto de flores, las peceras de la veterinaria, la señora que vende ajos y tomates cherry. La luz misericordiosa del atardecer le daba a todo una lentitud extraordinaria. La gente parecía derrotada y hermosa. Yo me sentía en el epicentro de algo fantástico. Sin embargo, era un día normal. El hombre con quien vivo y yo habíamos llevado a las gatas a la veterinaria para un control de rutina. Las dos estaban bien. Me pareció que el brillo de su salud iba a extenderse por el resto de las horas, a unirlas en un hilo dorado. Y así fue. No hice mucho después. Atravesé la ciudad en metro, leyendo un libro de Janet Malcom, para hacer un trámite. Al regresar, subí a mi departamento, acaricié a las gatas y volví a salir para comprobar que la quietud seguía allí, no como una bomba a punto de estallar sino con la templanza simple de lo que está bien. Fue un día de otro tiempo, un tiempo más nuevo, menos estrenado, como aquel en el que una andaba con la cabeza limpia de futuro, las sombras del ayer aún sin construir. Ahora, las calles estaban repletas de signos del derrumbe: comercios vacíos, locales de comida mala y barata como la hamburguesería en la que vi al hombre viejo, verdulerías que segregaban olores ácidos ofreciendo alimentos de calidad apocalíptica. Pero yo caminaba en trance. Hubiera podido contagiar lo que llevaba dentro: todo ese vuelo. No había a quién, y eso no importaba en absoluto. Era viernes. Los viernes me permito la esperanza.

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