Hans Holbein y el cambio climático
Nadie entiende qué relación hay entre amenazar obras de arte y la defensa del planeta, y nadie cree que los gobiernos vayan a dejar de extraer petróleo porque unos desnortados amenazan con destruir un objeto cuya importancia no reconocen
De paso por la National Gallery de Londres, a finales de octubre pasado, me detuve un buen rato frente a Los embajadores, el cuadro de Hans Holbein el Joven, y lo hice con cierta melancolía inevitable y también con algo de desconsuelo. Seguramente ustedes recuerden la pintura: es el retrato de tamaño real de dos hombres que flanquean una mesa atiborrada de objetos, todos ellos cargados de simbolismo, todos hablándonos de cosas que no están dentro del marco. Uno de los homb...
De paso por la National Gallery de Londres, a finales de octubre pasado, me detuve un buen rato frente a Los embajadores, el cuadro de Hans Holbein el Joven, y lo hice con cierta melancolía inevitable y también con algo de desconsuelo. Seguramente ustedes recuerden la pintura: es el retrato de tamaño real de dos hombres que flanquean una mesa atiborrada de objetos, todos ellos cargados de simbolismo, todos hablándonos de cosas que no están dentro del marco. Uno de los hombres, el de nuestra izquierda, lleva ropas seculares (ropas de ciudadano, por así decirlo); el otro viste traje clerical, y esa oposición entre las autoridades laicas y las religiosas es una de las muchas formas de leer el cuadro. Entre los hombres, en los dos niveles de la mesa, todos los objetos parecen hablar de conflicto: un libro de aritmética abierto en la página de las divisiones; un laúd con una cuerda rota. Y no es inútil saber que el cuadro se pintó en 1533, año en que Enrique VIII, que había logrado divorciarse de Catalina de Aragón a pesar de la prohibición papal, se casó con Ana Bolena y sacudió para siempre la política europea. Esa convulsión está por todas partes en la pintura de Holbein.
Cuando la National Gallery la adquirió, en 1890, nadie sabía quiénes eran sus dos personajes. Los historiadores del arte nos han enseñado con el tiempo que el hombre de la izquierda era Jean de Dinteville, embajador de Francia ante la corte de Enrique VIII, y que el otro, el arzobispo de Lavour, había llegado de visita en la primavera, tal vez en misión secreta, enviado por el rey francés para ver qué estaba pasando con el cisma fatal entre Inglaterra y la Iglesia católica. Es posible que Holbein haya pintado el cuadro por encargo de Ana Bolena, que quizá se lo dio como regalo al embajador Dinteville; si eso fuera cierto, es conmovedor pensar en esa reina joven, que en el momento del encargo estaría embarazada de una niña, Isabel I, y tres años más tarde moriría decapitada. Pero nada de esto aparece en la pintura. Lo que sí aparece, en cambio, es una meditación intensa sobre los seres humanos, y uno puede pasarse horas enteras escudriñando en los objetos de la mesa, que miden el firmamento y los cuerpos celestiales (los de arriba) o aluden al estudio de la vida terrenal (los de abajo). Todo es parte de la misma conversación humanista: Holbein fue, después de todo, retratista de Erasmo de Rotterdam.
Pero entonces la mirada sigue bajando y se encuentra con una figura extrañísima. Parece no pertenecer a la escena de la pintura, y sabemos que los primeros curadores de la galería la tomaron por un hueso de pescado, inexplicablemente puesto en primer plano por el artista. Alguien descubrió entonces que la figura era una distorsión, y que para verla correctamente había que situarse a la derecha del cuadro, con la mirada casi pegada al marco, pues entonces la perspectiva corrige las proporciones y el hueso de pescado se convierte en una calavera perfecta: un memento mori, símbolo de humildad ante la muerte que nos espera a todos a pesar de nuestro poder o nuestras riquezas. Esas calaveras son frecuentes en la pintura renacentista, pero hay que preguntarse por qué decidió Holbein pintar así la suya: la anamorfosis, que así se llama esta técnica, era inmensamente difícil de aprender (en el Renacimiento se publicó por lo menos un libro al respecto) y todavía más difícil de ejecutar convincentemente, y no descarto que Holbein estuviera simplemente exhibiendo su talento o su virtuosismo. No se lo reprocharía, en todo caso: admirar ese virtuosismo, ese talento, es uno de los placeres que da Los embajadores.
Me puse del lado derecho de la pintura, pegué la cara a la pared y vi la calavera. Y pensé: tal vez sea una de las últimas veces que lo haga. Tal vez en el futuro esto ya no se pueda: ni acercarse tanto al cuadro, ni mirarlo sin que algo —un vidrio de protección, por ejemplo— nos impida ver la imagen.
Porque en una de las salas vecinas, a pocos pasos de allí, estaban Los girasoles de Van Gogh que un par de adolescentes confundidas, tratando de reclamarles a nuestros gobiernos la cesación de las explotaciones petrolíferas, atacaron con sopa de tomate hace poco más de un mes. Era un ataque simbólico, por supuesto, porque el cuadro estaba protegido por una lámina de vidrio, como protegido estaba el cuadro de Monet que otros activistas atacaron con puré de patatas, o el de Klimt —Muerte y vida—, en cuyo ataque se usó una especie de falso petróleo. Nadie entiende, ni siquiera los autores de estas gamberradas vulgares, qué relación pueda haber entre amenazar obras de arte y la defensa del planeta, y desde luego nadie con dos dedos de frente cree que los gobiernos vayan a dejar de extraer gas o petróleo porque unos desnortados amenazan con destruir un objeto cuya importancia, evidentemente, no reconocen o intuyen.
Las chicas de la sopa de tomate gritaban frente al cuadro de Van Gogh: “¿Qué importa más, el arte o la vida?” La pregunta es francamente tonta, no sólo porque sea una falsa disyuntiva, sino porque tenemos al alcance de la mano disyuntivas reales que sí deberían ser parte de nuestras conversaciones: vida o enriquecimiento, crecimiento o supervivencia, decrecimiento o catástrofe. De estos problemas se habló tal vez en las mesas de la COP27; y, si bien los acuerdos que allí se lograron están lejos de ser suficientes, yo tengo por cierto que no se dieron gracias a las fotos en Twitter de una obra de arte embadurnada por un par de narcisistas, cuyas buenas intenciones pueden ustedes elogiar si quieren, pero no las distinguirán fácilmente de un sentimiento de superioridad moral que es muy de nuestro tiempo: nuestro tiempo de redes sociales y constante postureo ético.
Y uno tiene que preguntarse —se lo están preguntando los curadores de los museos de todo el mundo— en qué momento los ataques simbólicos a cuadros que se saben protegidos pasarán por el escalamiento predecible: porque es parte de la naturaleza humana subirle al dial de la violencia a medida que avanzamos, sobre todo si algún fanático cree que no se ha logrado lo perseguido. Eso es lo que me pregunto: en qué momento comenzarán los activistas a atacar obras desprotegidas, como aquel loco de hace medio siglo que le rompió la nariz y un ojo a la Piedad de Miguel Ángel. En ese momento los cuadros y las esculturas empezarán a cubrirse con más y más protecciones, y a los visitantes de los museos se les prohibirá acercarse para apreciar, de la única forma posible, la calavera anamórfica de un virtuoso, o las pinceladas que construyen un tejido, o el uso de un blanco sobre otro blanco para hacer sombras en una ola de mar, o la meticulosidad con que un artista (un Van Gogh, un Monet) ha mirado sus girasoles o sus almiares después de la cosecha.
Eso es acaso lo más paradójico de estos ataques: que nadie mira el mundo, este mundo que queremos proteger y tal vez salvar de su propia destrucción, con la atención y la dedicación de un artista. Y la consecuencia de estos ataques puede ser el daño de las obras donde ha quedado esa mirada, pero también la prohibición, que lamentaremos muchos, de ver mejor el mundo cuya destrucción tememos.