El Constitucional en la maraña de la política
Con las decisiones tomadas en el pleno de ayer, el tribunal de garantías ha resuelto jugar un papel que no es exclusivamente jurídico y ha entrado de lleno en el fragor de la vida parlamentaria
Por primera vez en su historia el Tribunal Constitucional ha resuelto, por una mayoría de seis a cinco, paralizar la tramitación de una iniciativa legislativa después de haber sido aprobada por el Congreso y estando pendiente de su debate en el Senado. Sabíamos que el ejercicio de esa jurisdicción tiene inevitables consecuencias políticas, pues el Constitucional, presente desde hace un siglo en buena parte de los...
Por primera vez en su historia el Tribunal Constitucional ha resuelto, por una mayoría de seis a cinco, paralizar la tramitación de una iniciativa legislativa después de haber sido aprobada por el Congreso y estando pendiente de su debate en el Senado. Sabíamos que el ejercicio de esa jurisdicción tiene inevitables consecuencias políticas, pues el Constitucional, presente desde hace un siglo en buena parte de los Estados democráticos, debe resolver conflictos entre instituciones que tienen una clara impronta política y, entre otras competencias, puede declarar la nulidad de leyes aprobadas por quienes representan al pueblo español y son expresión de la soberanía popular. Precisamente porque esas funciones las ejerce un órgano carente de una legitimación ciudadana directa y situado en una posición de independencia respecto del Parlamento y el Gobierno, la aceptación de sus decisiones y la consecuente legitimidad social de las mismas reposa en que sean el resultado de la aplicación de la propia norma constitucional, es decir, de un razonamiento jurídico, y no de una argumentación que refleje una determinada opción u orientación política. Y si el Tribunal Constitucional no logra consolidar, en su organización y funcionamiento, dicha posición institucional independiente perderá la legitimidad que le otorga, como dijo en su día Felix Frankfurter, juez del Tribunal Supremo de Estados Unidos en el asunto Colegrove v. Green (1946), estar apartado de “la maraña de la política”.
Este reto de dar una respuesta jurídica a los conflictos de diferente índole derivados de la adopción de decisiones políticamente muy relevantes no es algo reciente para el Tribunal Constitucional español —tampoco para los de nuestro entorno europeo—, pero ha vivido un momento álgido con ocasión del control de constitucionalidad de las normas aprobadas para hacer frente a la pandemia de la covid-19 y el enjuiciamiento del respeto a los derechos fundamentales de los parlamentarios y, en general, de la ciudadanía en ese mismo contexto. Entonces el tribunal ofreció una imagen no ya de división interna, algo perfectamente lógico, sino de escasa lealtad entre sus componentes, con deliberaciones que eran todo menos reservadas, no siendo capaz —es verdad que en escenario muy complejo— de dar una respuesta ágil ni coherente a las demandas que le llegaron, dejando en algunos casos de ser un juez de lo que se hizo para pasar a ser un prescriptor de lo que debía haberse hecho, es decir, para entrar en la maraña de la política.
Un nuevo reto para el Constitucional se ha presentado ahora con la interposición de un recurso de amparo por parte de diputados que han considerado vulnerados sus derechos fundamentales al ejercicio del cargo público representativo como consecuencia de la aprobación por la Comisión de Justicia del Congreso de dos enmiendas, una para eliminar la función de verificación por parte del pleno de este órgano del “cumplimiento de los requisitos exigidos para el nombramiento de magistrado del Tribunal Constitucional” y la otra para rebajar la mayoría prevista para que el Consejo General del Poder Judicial designe a los dos magistrados del tribunal de garantías que le corresponde proponer. Dichas enmiendas no cumplirían el requisito, exigido por la jurisprudencia constitucional (STC 119/2011), de guardar un mínimo de conexión con la proposición de ley orgánica a la que se incorporaron: la de transposición de directivas para la adaptación de la legislación penal al ordenamiento de la Unión Europea y reforma de varios delitos. Además, los recurrentes pidieron que se suspendiera la tramitación parlamentaria de esa iniciativa y los grupos parlamentarios del PSOE y Unidas Podemos recusaron a los dos magistrados —uno de ellos el presidente— que deben ser sustituidos por los ya propuestos por el Gobierno.
Pues bien, el lunes 19 de diciembre el Tribunal Constitucional resolvió, por siete votos frente a cuatro, que el conocimiento de los recursos correspondería al pleno y no a una de las salas, ordinariamente las competentes, decisión amparada por su ley orgánica, que prevé (art. 10) que “el Tribunal en Pleno conoce… de cualquier asunto que sea competencia del Tribunal pero recabe para sí el Pleno, a propuesta del Presidente o de tres Magistrados”.
En segundo lugar, el Tribunal Constitucional rechazó, por seis votos contra cinco, las recusaciones y lo hizo sin tener en cuenta lo que había dicho en un precedente interesante por su similitud con la situación actual: en el auto 387/2007, de 16 de octubre, el pleno aceptó las abstenciones de quienes eran presidenta, María Emilia Casas, y vicepresidente, Guillermo Jiménez, para resolver un recurso contra la nueva redacción que se daba al art. 16.3 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional en relación, precisamente, con la duración del mandato de la presidencia y vicepresidencia. Dijo entonces el Constitucional que “la apariencia de imparcialidad ha de ser especialmente exigible cuando lo que el Tribunal juzga es su propia Ley Orgánica, dada la muy singular y relevante posición que ocupa dicha Ley en nuestro Ordenamiento para garantizar la efectividad del orden constitucional” y añadió que “rechazar que las abstenciones [lo mismo valdría para las recusaciones] estén justificadas basándose en el carácter abstracto del enjuiciamiento, en la hipotética y futura posible afectación a los restantes miembros del Tribunal y a la conservación de la composición de éste, supondría, además de un excesivo formalismo, primar la garantía institucional del Órgano sobre la garantía de imparcialidad real y aparente a favor de las partes en el proceso y que alcanza una dimensión general respecto al conjunto de una sociedad democrática vertebrada en un Estado de Derecho, todo lo cual sería difícilmente comprensible por la ciudadanía”. Como parece lógico, en la deliberación del auto de 2007 no participaron los magistrados que consideraban que debían abstenerse, cosa que sí ha ocurrido en el presente caso donde la mayoría contraria a las recusaciones ha estado integrada también por los dos recusados.
Finalmente, y por la misma mayoría, el Constitucional ha acordado paralizar la tramitación de la reforma legislativa de la que trae causa el recurso de amparo, lo que supone, en la práctica, según se ha hecho público en nota de prensa del tribunal, que no se suspende toda la iniciativa pero sí las dos enmiendas relativas a la reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional y de la Ley Orgánica del Poder Judicial, lo que, como ha anticipado en un comentario el profesor José María Morales Arroyo, supone introducir en nuestro derecho una especie de extraño veto suspensivo sobre la legislación, algo totalmente ajeno a nuestras prácticas constitucionales.
En definitiva, el Constitucional ha resuelto jugar un papel “político”, y no exclusivamente jurídico, en el fragor de la vida parlamentaria, algo a lo que ya había apuntado vetando la deliberación de algunas iniciativas en el Parlamento de Cataluña. El tribunal no ha llegado solo a esta encrucijada sino con alientos varios de uno y otro signo, pero la decisión final de enfrascarse en la maraña de la política es suya aunque, me temo, la padeceremos todos.