Las entradas de Madonna y el tercer lugar
El elevado precio de ver los conciertos de los artistas más conocidos abre el debate de si la música en directo es un bien de primera necesidad
“Entiendo perfectamente que un artista o promotora de espectáculos es libre poner los precios que le dé la gana, de la misma forma que yo soy libre de decir que me parece bochornoso. Sobre todo porque esto no tiene absolutamente nada que ver con el coste del espectáculo”. Lo que contó en un hilo de Twitter el videobloguero musical @MusicRadarclan hace unos días sobre...
“Entiendo perfectamente que un artista o promotora de espectáculos es libre poner los precios que le dé la gana, de la misma forma que yo soy libre de decir que me parece bochornoso. Sobre todo porque esto no tiene absolutamente nada que ver con el coste del espectáculo”. Lo que contó en un hilo de Twitter el videobloguero musical @MusicRadarclan hace unos días sobre los elevados precios de las entradas de conciertos pinchó toda burbuja e invadió todo algoritmo posible.
En su diatriba, con más de medio millón de visualizaciones, el tuitero señala directamente al oligopolio de la promoción de espectáculos, en manos de “dos multinacionales que se han puesto de acuerdo con la gran y casi única emisora de entradas a nivel mundial que ha hecho lo mismo con lo suyo. Distintos nombres, misma empresa”. Una posición que también ha defendido el crítico de este diario Fernando Navarro en su blog o en el podcast Hoy en El País, donde se hace eco del malestar por “el atraco” de estos conciertos y apuesta por una “huelga de entradas y de estrellas cómplices de este abuso”.
No todos lo ven igual. El periodista Hector García Barnés tuitea a propósito de este runrún: “Se escribe mucho sobre el precio de las entradas pero creo que hay que hacer un ejercicio de sinceridad: la mayoría de esas entradas vuelan, los conciertos no son un bien de primera necesidad y la industria se ha quedado sin otras vías de ingresos”. Pues vaya. Ahora la conversación digital asume que “los conciertos no son un bien de primera necesidad”. Esa frase me lleva acompañando días. Como si socializar en uno de esos montajes se asumiese como un sofisticado lujo, una excentricidad para determinadas carteras. Otra chapita de estatus, material de historias de usar y tirar en ese género de Instagram del “estoy aquí, pero tú nunca podrás”. Puedo entender la deriva turbocapitalista del gremio (otra más). Sé en qué mundo vivo. Pero, más que cómplice, me resisto a ser rehén de este sistema.
Llevo unas semanas debatiendo en WhatsApp con varias amigas repartidas por la Península sobre los conciertos de Madonna, Björk o Beyoncé para reencontrarnos y poder bailar juntas. A todas nos duelen, sobremanera, esos precios. Del primero, debatimos ir a verlo a Lisboa. Para el segundo, en Madrid, la entrada sale por 80 euros si lo vemos en uno de esos rincones en los que nunca están de más unos prismáticos. Con Beyoncé, en Barcelona, otra amiga me está insistiendo porque ha conseguido “una entrada en pista que no llega a 100 euros en una preventa rara y ha sido facilísimo”. Solo me he lanzado a comprar una de las tres opciones.
Tengo el privilegio de poder pagarlo, pero siento que, al aceptar esos precios, traiciono el ideal no jerárquico del tercer lugar, ese que desarrolló Ray Oldenburg en 1989 para defender que además de un primer lugar (nuestra casa) y un segundo (nuestro trabajo) necesitamos desarrollar un tercer espacio para tejer una sensación de comunidad. Uno que no nos defina ni por la familia ni por el empleo que tenemos. “Tu tercer lugar es donde te relajas en público, donde te encuentras con caras conocidas y conoces a gente nueva”, escribió.
He pensado mucho en la relación entre la experiencia cultural y el tercer lugar ahora que la lógica tiránica en la alianza de precios convierte en privilegio lo de abandonarse con himnos como Like a Virgin en directo. Hacerlo nos llenará el alma, pero no nos saciará el estómago. Y eso es lo que, en nuestras cabezas de hormiguitas productivas, quieren imponernos como lo único digno de pelear. Lo que (y qué tristeza da pensarlo) creen que solo debería importarnos de verdad.