Ucrania y nuestro falso heroísmo
“Quizá sea la hora de abandonar el bálsamo de la moralina y trabajar por un orden internacional realmente multilateral, basado en reglas que todos cumplamos, para conseguir un mundo más estable y seguro”
Dios, raza, nación. Encarnan esa verdad que traduce la historia como el destino al que se subordina todo. También la vida. Y es la clave de interpretación del discurso a la nación de Putin, donde describe la guerra como el santo peregrinaje del pueblo ruso en su “batalla espiritual contra Occidente”. Pero, prec...
Dios, raza, nación. Encarnan esa verdad que traduce la historia como el destino al que se subordina todo. También la vida. Y es la clave de interpretación del discurso a la nación de Putin, donde describe la guerra como el santo peregrinaje del pueblo ruso en su “batalla espiritual contra Occidente”. Pero, precisamente, esta aberrante filosofía de la historia debería hacer que evitásemos cualquier narrativa épica para justificar nuestro legítimo apoyo a Ucrania. Porque la épica es siempre la justificación de una tragedia. Hoy, nuestros discursos desprenden un aroma que huele demasiado a Guerra Fría, con sus visiones antagónicas del mundo. La novedad sería ese tercer polo que se aleja de nuestro interesado maniqueísmo.
El relato de Biden como defensor del “mundo libre”, de la guerra como el combate entre democracias y autocracias es ajeno a esa enorme parte del mundo que llamamos “sur global”, un concepto más político que geográfico. Nuestra narrativa de la guerra como un conflicto que trasciende el marco europeo solo causa indiferencia y enojo en los países que viven su tragedia cotidiana mientras son ignorados por el resto del mundo. “La falta de rendición de cuentas por los crímenes en lugares como Siria y Yemen ha alimentado la cultura de la impunidad que ahora vemos en Ucrania y en otros lugares”, advertía David Miliband en The New York Times. Ya desde el comienzo de la invasión resultaba risible el reproche de la “no alineación” con Occidente a los países africanos que viven, ellos sí, los devastadores efectos de la crisis alimentaria provocada por la guerra.
La guerra es, en fin, un baño de humildad para Occidente: al mirarnos al espejo, descubrimos súbitamente el creciente protagonismo internacional de quienes antes llamábamos los “no alineados”. Nuestra pomposa unidad conlleva también una cierta soledad en el mundo. De repente, los votos de los desheredados importan en la ONU: reclaman una “alineación múltiple”, buscando autonomía para desenvolverse en el nuevo orden en defensa de sus intereses, como Europa frente a la rivalidad entre China y Estados Unidos. Mientras Brasil presenta un plan de paz, Turquía tiene un canal abierto con Moscú y evita aplicar sanciones, aun siendo el segundo ejército de la OTAN: la economía rusa se desoccidentaliza, pero no se desglobaliza. Por eso China mantiene los flujos comerciales con Rusia y Occidente, proponiendo un plan de paz al tiempo que juega con suministrar armas a Rusia. Pero en Europa nos equivocamos al combatir estas fracturas buscando la adhesión inquebrantable a nuestra heroica narrativa del mundo libre combatiendo al eje del mal. ¿Qué pasaría si cambiásemos de perspectiva y saliéramos de nuestra arrogancia? ¿Por qué no redefinir nuestro lugar en el orden geopolítico global promoviendo de veras, y no con palabras huecas, modelos creíbles de desarrollo y distribución de la riqueza? Quizá sea la hora de abandonar el bálsamo de la moralina y trabajar por un orden internacional realmente multilateral, basado en reglas que todos cumplamos, para conseguir un mundo más estable y seguro. Un mundo, sin duda, mejor.