La regresión democrática
Parte de las derechas europeas se suben al carro de las limitaciones de derechos y de la tolerancia con amplios espacios de impunidad. Por eso resulta inquietante la tendencia a no querer ver lo que ya es evidente: que el viento reaccionario sopla fuerte
Que los árboles no nos impidan ver el bosque. Que el jugueteo y la frivolidad de algunos no nos confundan. Porque tiene lecturas diversas, pero no deberían servir para encubrir la cuestión de fondo: la flagrante impotencia de la política para compensar los profundos desequilibrios en la sociedad actual que está descolocando a la democracia y alimentando las tentaciones autoritarias. Y el PP parece decidido a dejarse arrastrar por la corriente reaccionaria que recorre Europa. Cada semana, nos ofrece alguna anécdota que podría ser motivo de regodeo si no fuera por el peligroso contexto en el que...
Que los árboles no nos impidan ver el bosque. Que el jugueteo y la frivolidad de algunos no nos confundan. Porque tiene lecturas diversas, pero no deberían servir para encubrir la cuestión de fondo: la flagrante impotencia de la política para compensar los profundos desequilibrios en la sociedad actual que está descolocando a la democracia y alimentando las tentaciones autoritarias. Y el PP parece decidido a dejarse arrastrar por la corriente reaccionaria que recorre Europa. Cada semana, nos ofrece alguna anécdota que podría ser motivo de regodeo si no fuera por el peligroso contexto en el que se produce.
Isabel Díaz Ayuso, vestida para atacar a propios y extraños desde el primer día, sigue exhibiendo su sentido patrimonial del poder, gobernando —y festejando— la Comunidad de Madrid como si fuera su casa, y negando caprichosamente la entrada al ministro Félix Bolaños a la tribuna del 2 de mayo. Un ejemplo más del estado de postureo permanente en que vive la presidenta, convencida de que la provocación es la vía que debe conducirla hasta la cima. Y sería mal indicio que la gestión del poder como un derecho de propiedad, la negación del adversario como si fuera un usurpador de lo que no es suyo, fueran pasarelas para el éxito político.
No menos inquietantes son los perfiles que va adquiriendo el rostro de Alberto Núñez Feijóo, escondidos en la trabajada imagen de un hombre sin atributos precisos. El presidente gallego desde que cambió su cargo por el de aspirante a La Moncloa no ha cesado de deslegitimar —que no es lo mismo que criticar— la política del Gobierno. Pero ahora ha dado un paso moviendo la escena política por debajo. Como contó EL PAÍS, el presidente del PP, sin ningún pudor, se ha reunido con un grupo de fiscales conservadores para regalarles los oídos prometiendo la derogación inmediata de algunas leyes aprobadas por la mayoría parlamentaria actual. La complicidad de Feijóo con sus fiscales amigos es una buena muestra de su concepción de la separación de poderes. Un movimiento turbio en la línea de la negativa a la renovación del poder judicial, que lleva cuatro años en funciones porque el PP se resiste a perder peso delegado. Feijóo, quizás víctima de la candidez del que vestía de moderado, sometido ahora a la presión bullanguera de Ayuso y a la sombra de Vox, cada día se acerca un poco más a la sintonía con el autoritarismo posdemocrático que es la principal amenaza a la democracia liberal que circula por Europa y que Donald Trump desplegó sin complejos en Estados Unidos, con la colaboración de importantes sectores judiciales, mediáticos y económicos. Si determinados comportamientos se relativizan, no podremos alegar ignorancia cuando llegue lo peor.
Está de moda el discurso que lanza críticas simétricas a todos los bandos del espacio político, acusándoles de buscar la confrontación en vez de acuerdos de interés general que resuelvan los problemas. Es un discurso bienintencionado, que se resiste a ver la realidad y constatar algo cada vez más evidente: que la democracia estorba a sectores poderosos en el paso del capitalismo industrial al financiero y global. Y que hay que defender los derechos de los ciudadanos frente a una corriente que cree que hay temas que no deberían someterse ni siquiera a la votación parlamentaria, porque el exceso de derechos dificulta el funcionamiento del sistema. Giorgia Meloni, fiel a la causa, aprovechó el Primero de Mayo para liquidar por decreto un salario mínimo de subsistencia en Italia. Y en Francia, Emmanuel Macron ha impuesto por decreto la ley de pensiones, por falta de mayoría en la Asamblea Nacional, cuando en circunstancias parecidas tanto Jacques Chirac como el indómito Nicolas Sarkozy habían optado por hacer marcha atrás. Un regalo para Marine Le Pen.
Hay gestos de impunidad y supremacía que pueden pasar desapercibidos. Estamos en un año en que las grandes compañías han hecho exhibición de beneficios extraordinarios, al tiempo que los precios de los productos básicos no han dejado de subir, y, sin embargo, el empresariado rechaza una subida de los salarios. Es más: algunos exigen a cambio una bajada de impuestos. Es para el sonrojo. ¿Quién manda aquí?
En democracia, la ciudadanía debería tener motivos para confiar en quienes gobiernan o aspiran a hacerlo, por algo se supone que nos representan. Y, sin embargo, parte de las derechas europeas se suben al carro de las limitaciones de derechos y de la tolerancia con amplios espacios de impunidad. Por eso resulta inquietante la tendencia a no querer ver lo que ya es evidente: que el viento reaccionario sopla fuerte. Y que hay que protegerse del vendaval, buscando mayorías capaces de resistir, antes de que el mal este hecho y de que el miedo decante a una parte de la ciudadanía del lado del autoritarismo posdemocrático. Y es preocupante la tendencia a relativizar el peligro: ¿impotencia o aceptación de un destino?