Tibias esperanzas

El neoliberalismo ya no tiene quien lo pregone en serio. Ya no hay mayúsculas en las que creer como el comunismo, el capitalismo, la ciencia o la religión. Hay que dejarse de abstracciones y aterrizar en la tierra

Ricky Gervais en la segunda temporada de 'After Life'.Natalie Seery

Se acomoda la primavera con esa cara limpia que tiene, precedida de un aire suave que huele a incógnito, con esa cautivadora expresión que da saber que traes novedades. El negro invierno ya se fue, y ahora los días se alargan como si no quisieran irse más. En las terrazas hay risas nuevas y mandan las cervezas heladas, pequeñas reinonas de corona blanca con ejércitos de móviles a sus pies.

El tráfico aúlla. Se habla de planes de vacaciones y la mesa bulle de ideas. Entonces alguien ...

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Se acomoda la primavera con esa cara limpia que tiene, precedida de un aire suave que huele a incógnito, con esa cautivadora expresión que da saber que traes novedades. El negro invierno ya se fue, y ahora los días se alargan como si no quisieran irse más. En las terrazas hay risas nuevas y mandan las cervezas heladas, pequeñas reinonas de corona blanca con ejércitos de móviles a sus pies.

El tráfico aúlla. Se habla de planes de vacaciones y la mesa bulle de ideas. Entonces alguien mira hacia el sol y nombra la sequía. Se hace un silencio, de esos que dentro lleva la pregunta ¿qué va a ser de nosotros? Se va tirando, pero al futuro aún no nos atrevemos a mirarlo de cara, y ya tenemos edad para entender que los finales felices son solo una cosa de Hollywood, mentiras arriesgadas que han provocado un sinfín de malentendidos.

No somos tan jóvenes. Hemos aprendido otras cosas. Por ejemplo, que ya no hay mayúsculas en las que creer. La fe en el Capitalismo, el Comunismo o la Ciencia —en la Religión ni entramos, parece de otro mundo— se ha desvanecido. No hay grandes esperanzas. Queda el libro de Charles Dickens con ese mismo título, leído por millones, en todas partes, lleno de violencia y de golpes de generosidad, de sueños de juventud y de legados. Nadie confía ya en las magnas palabras, y solo nos quedan tibias esperanzas, como a contrapié, a ratos. Queda esa creencia cálida, —invisible pero tenaz—, de que nos tenemos los unos a los otros, que estamos juntos en el mismo bote, ahora casi en llamas.

Podemos divertirnos hasta morir —no es mala opción—, pero el hecho es este: el ser humano solo lleva 30.000 años en la Tierra y ya no está seguro de alcanzar un futuro vivible. Lo leemos en un viejo número de la revista Alternativas Económicas: a lo largo de la historia ha habido 26 civilizaciones que desaparecieron por su cabezonería en negar su inviabilidad. Y en el caso de nuestro turbocapitalismo —tan nuevo, de apenas unos cientos de años, y ya un zombi que avanza en piloto automático—, la regla es simple: no es posible un crecimiento infinito en un planeta con recursos finitos. “La actividad humana desenfrenada trata al planeta como una gran despensa y, a la vez, como un gran vertedero. Y eso no puede ser. Mi hijo de seis años lo entiende”, reflexiona en el artículo Antonio Turiel, doctor en Física Teórica. ¿Qué hacemos, entonces? Habrá que buscar otros caminos.

Hope is everything —la esperanza lo es todo— leemos en el banco de un parque donde apoya las patas del perro de Ricky Gervais en la serie After Life. El desesperado protagonista de la serie se levanta cada día pensando para qué. Pero ahí está cada mañana. Eso lo han visto 120 millones de personas en el mundo. Entienden qué le pasa, y atienden lo que dice. Y lo que explica el protagonista, trasunto de Ricky Gervais —improbable narrador de este tiempo que nos ha tocado vivir, como antes lo fue Dickens en el suyo—, es que olvidemos definitivamente Hollywood, que lo que hay son finales de ceniza. Pero entre la gravedad que dan algunas situaciones hilarantes, entre el lamento y la pena, Gervais también dice: “Creía que no preocuparse era un superpoder. Me equivocaba. Preocuparse por las cosas, eso es lo que realmente importa. La bondad y hacer que los demás se sientan bien. Ese es el verdadero superpoder, y todos lo tenemos”.

El neoliberalismo ya no tiene quien lo pregone en serio. Lo que la naturaleza sabe también lo sabemos nosotros, y ya por poco no lo vamos a negar más: el vínculo, la diversidad y la cooperación lo es todo. Y hay que estar atentos a lo que decía Audre Lorde: no son nuestras diferencias las que nos dividen, sino la incapacidad de aceptar tales diferencias. Hay que dar un paso más. Reconocernos y remar juntos. Ese salto, de la vieja orilla baldía a la otra —territorio ignoto, pero lo imaginamos fresco y acogedor— se está produciendo ante nuestras narices. Es una cierta nueva idea de futuro.

Todo va muy rápido y quizás lo hemos olvidado, pero hemos conseguido hacer cambios más drásticos. ¿Se acuerdan, en su casa, aquella primavera de 2020? Nos miramos unos a otros y nos decidimos responsabilizarnos. Entendimos nuestro papel público. Con miedo, con algunas decisiones políticas de espanto que aún hay que pagar —nuestros más mayores en aquellas residencias—, con dudas, con convencimiento, con aciertos, conseguimos cambiar el modo de vivir. Hay que olvidarse de lo grandilocuente y sus mayúsculas. Dejarse de abstracciones, aterrizar en la tierra, mirarla y ponernos en marcha buscando otras formas de vivir. Y hay que hacerlo con cuidado, prestando atención. Como advierte Paula Farias, médico humanitaria y novelista: la esperanza hay que manejarla como quien maneja nitroglicerina.

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