Tribuna

El 28-M y la transición verde

Los partidos ya no pueden ignorar la crisis climática y polémicas como Doñana forman al fin parte de la campaña electoral. Ahora hay que gestionar bien las contradicciones del cambio en el modelo de desarrollo de los territorios

Nicolás Aznárez

La crisis climática ha sido la gran ausente de las últimas campañas electorales. Apenas era nombrada en debates ni en mítines, y los actos que la mayoría de los partidos dedicaban a temas verdes solían consistir en plantar algún árbol o hacerse una foto en un parque. Todo parece indicar que ese momento pasó y que la crisis climática va a estar muy presente en esta campaña electoral. ¿Para bien? Está por ver.

Que se evidencie...

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La crisis climática ha sido la gran ausente de las últimas campañas electorales. Apenas era nombrada en debates ni en mítines, y los actos que la mayoría de los partidos dedicaban a temas verdes solían consistir en plantar algún árbol o hacerse una foto en un parque. Todo parece indicar que ese momento pasó y que la crisis climática va a estar muy presente en esta campaña electoral. ¿Para bien? Está por ver.

Que se evidencie lo que, sin duda, es la mayor amenaza para la humanidad, es algo positivo; que se haga en clave de debatir cómo afrontar la transición ecológica es todavía mejor. Las complicaciones llegan cuando se trata de llevar a lo concreto esos principios generales. En España, salvo la ultraderecha, ningún partido niega formalmente el cambio climático, y todos dedican espacio en sus programas electorales para describir sus propuestas, que son diferentes en función de cada opción política, porque profundamente ideológica es la decisión de cómo afrontar la transición ecológica. No obstante, cuando se desciende a cada territorio, la cosa cambia y empiezan a emerger las contradicciones.

El ejemplo más claro ha sido el del parque nacional de Doñana. Las evidencias científicas, las amenazas de multa de la Comisión Europea haciendo valer la sentencia del Tribunal de Justicia de la UE (TJUE), la oposición de las organizaciones ecologistas e incluso de la Unesco, pasaron a segundo plano en aras de un trampantojo en forma de defensa de la economía de los frutos rojos que moviliza intereses en la provincia de Huelva. Las necesidades de agua de ese sector son las que han favorecido los pozos ilegales provocando el estado agónico del humedal. Curiosamente, la polémica proposición de ley apareció en vísperas de la campaña; el voto de la provincia de Huelva cotiza al alza. Sin embargo, la amenaza europea, junto con la constatación de que el supuesto rédito electoral se podía volver en contra, han dejado en el congelador, de momento, la proposición de ley del PP.

Algo similar ha ocurrido en el Pirineo aragonés con el polémico proyecto de unión de tres estaciones de esquí a través del valle de Canal Roya, una de las joyas pirenaicas. Para colmo y escándalo, el plan se pretendía financiar con fondos Next Generation, los destinados a cambiar el modelo económico mediante el impulso a la economía verde y la digitalización. Cuando el gobierno regional del PSOE, con el apoyo entusiasta del PP y el PAR, lo impulsó, lo hizo sin duda pensando que contaría con el apoyo y los votos de, al menos, los habitantes de esos valles, y muy posiblemente del conjunto de los esquiadores. Sin embargo, al igual que con Doñana, las exigencias europeas, junto a una potente movilización social que ha evidenciado que las supuestas ganancias electorales no eran tales para los socialistas, han provocado la desestimación del proyecto.

Los ejemplos no se agotan aquí. Aunque cada vez es más difícil que estos proyectos cuajen, también es cierto que al hilo de las elecciones autonómicas y municipales del 28-M la insostenibilidad está nutriendo el oportunismo electoral. Tiene su lógica: cuando los abstractos criterios de la sostenibilidad se hacen reales en los territorios, saltan las contradicciones. Se pone de manifiesto la brecha que existe entre lo que sabemos que hay que hacer y lo que hacemos. En definitiva, las dificultades de una transición que necesita de mucha política, mucho acuerdo, mucha conversación y una hábil gestión de la complejidad.

Quizá por esto, paradójicamente, es la Unión Europea, esa instancia a la que se acusa de lejana, distante y con déficits democráticos, la que acaba operando como garante de la sostenibilidad en la medida en que vela por el cumplimiento de normativas que ha ido desarrollando con los años y con poderosos instrumentos de financiación para hacer la transición. El recurso a Europa es habitual cuando de conflictos ambientales se trata; tanto si es directamente para dirimir los casos ante el TJUE como si es para evitar la financiación de proyectos que pudieran contravenir las políticas de sostenibilidad de la Unión.

Que Europa actúe como garante de la transición ecológica no es un problema, sino que la llena de legitimidad. Su mayor distancia de los conflictos concretos en cada territorio le permite mirar a medio y largo plazo y abordar así desafíos que la presión de la inmediatez dificulta sobremanera. Además, escapa a las redes clientelares locales, y aunque no fuera capaz de hacerlos con las globales, no sería tan contradictorio, pues muchas de ellas están viendo en la economía verde magníficas oportunidades de negocio.

No obstante, siendo la UE un potente factor para empujar la sostenibilidad, no es suficiente. Tampoco exclusivamente con la oposición de una parte de la sociedad, la más activa, informada e implicada en estos asuntos. Es necesario contar no ya con el apoyo, sino con la implicación entusiasta de regiones, comarcas y municipios, que son los que tienen que lidiar con los detalles de concreción de esta transición, en la que, como en otras, también habrá víctimas. Minimizarlas y/o evitarlas es el objetivo de la transición justa, que sin cuestionar la necesidad de acelerar esta transformación, es consciente de la necesidad de apoyar a quienes pueden verse perjudicados por la misma.

Repartir los beneficios de la transición es la clave para el apoyo de los territorios. El caso de la instalación de megaparques de renovables es el más evidente, aunque no el único. Empiezan a aparecer guías de buenas prácticas que cuentan casos de éxito de estas polémicas instalaciones. ¿Qué les caracteriza? Que han sabido distribuir de forma justa beneficios con los lugares donde se implantan, y que para determinar qué debía repartirse y cómo, se ha invertido el tiempo necesario en hablar con los municipios, con los vecinos, en barajar alternativas, en escuchar necesidades para el desarrollo de la zona, en definitiva, en hacer Política. Hoy, son una realidad, frente a otros que no consiguen pasar de la bronca vecinal y en algunos casos, los tribunales.

En definitiva, resulta imprescindible analizar cómo la transición ecológica, para ser efectiva y real, debe incorporar alternativas económicas a las formas de vida tanto de personas como de territorios que, por su modelo económico, están en grave peligro. No se defiende el desarrollo económico de la provincia de Huelva, del Pirineo aragonés o de la huerta valenciana haciendo más profundo el pozo de la insostenibilidad. Todos los estudios nos muestran que España se está desertificando, que pasamos por periodos prolongados y agudos de sequía con mayor fuerza y frecuencia cada vez, que hace décadas que ha descendido sobremanera la nieve en la alta montaña, y que los escenarios de cambio climático nos hablan de un agravamiento de estas tendencias.

Europa hoy actúa de garante de estas políticas, y cada vez existe una oposición social mayor que se enfrenta a estos proyectos. Es el momento de entender que defender la viabilidad económica de los territorios pasa por repensar su modelo de desarrollo en clave de sostenibilidad económica, social y ambiental, la única posible. Minimizar el número de víctimas y repartir beneficios, la clave para lograrlo. Ojalá escuchemos estas propuestas en campaña.

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