Metamorfosis
Desde el regreso de las vacaciones, mi amigo tenía la impresión de que su cabeza era la de una mosca. Notaba, al tragar, un sabor muy diferente al de su saliva
Tropecé al doblar la esquina con un amigo al que noté muy preocupado. Tenía desde el regreso de las vacaciones la impresión de que su cabeza era la de una mosca. Notaba, al tragar saliva, un sabor muy diferente al de su saliva.
—Seguro que son jugos de insecto ―dijo―.
Mi amigo es muy sugestionable, de modo que traté de desviar la conversación hacia otros asuntos de interés común, pero no hubo forma de arrancarlo del tema. Veía la realidad fragmentada, aseguró luego, como se supone que se distingue desde los ojos compuestos por facetas. Le sugerí que fuera al oftalmólogo, a lo que...
Tropecé al doblar la esquina con un amigo al que noté muy preocupado. Tenía desde el regreso de las vacaciones la impresión de que su cabeza era la de una mosca. Notaba, al tragar saliva, un sabor muy diferente al de su saliva.
—Seguro que son jugos de insecto ―dijo―.
Mi amigo es muy sugestionable, de modo que traté de desviar la conversación hacia otros asuntos de interés común, pero no hubo forma de arrancarlo del tema. Veía la realidad fragmentada, aseguró luego, como se supone que se distingue desde los ojos compuestos por facetas. Le sugerí que fuera al oftalmólogo, a lo que respondió un poco molesto que veía bien, aunque al modo de otra especie.
—Mira ―le dije―, te voy a hacer una foto para que veas que tienes una cabeza perfectamente normal.
Saqué el móvil, disparé y lo cierto es que salió una imagen en la que se adivinaban, aunque ligeramente, las formas de ese díptero. Preferí no enseñársela aduciendo que me había quedado sin batería y lo llevé frente a un escaparate cercano para que se observara en su reflejo.
—¿Lo ves? ―mentí―. Estás como siempre.
La verdad es que en el reflejo se adivinaba también que sus facciones, sin ser aún las de una mosca, mostraban cierta voluntad de acercarse a ellas.
Nos despedimos de forma algo abrupta y apenas nos habíamos alejado cinco o seis pasos cuando empecé a percibir cambios sutiles en la forma de mi cabeza, así como en el gusto de mi saliva y en mi forma de ver la realidad. Corrí a casa, porque conozco mi capacidad para obsesionarme con cosas que no son, me tomé cuatro ansiolíticos y me metí en la cama. Dormí no sé cuántas horas, muchísimas, y al despertar me dirigí volando al salón, donde encendí la tele para ver las noticias y el locutor resultó ser una mosca grande que sujetaba entre sus patas, con enorme habilidad, unas cuartillas.