El ‘señoro’ Guerra y el aliado Baldoví
Con frecuencia, no es el qué, sino el quién. Quizá esa es la razón por la cual la malversación es inadmisible cuando la cometen unos, pero no es para tanto si los que sisan son otros
El jueves por la mañana, Alfonso Guerra ironizó en Espejo Público con que Yolanda Díaz se pasaba el día de peluquería en peluquería. Y a Alfonso Guerra le dieron la del atún. Periodistas y opinólogos progresistas, con sueldo y sin él, salieron enseguida a defender a la vicepresidenta y a calificar el comentario de Guerra como machista. Y yo, que creo que el chascarrillo está fuera de lugar, que Yoland...
El jueves por la mañana, Alfonso Guerra ironizó en Espejo Público con que Yolanda Díaz se pasaba el día de peluquería en peluquería. Y a Alfonso Guerra le dieron la del atún. Periodistas y opinólogos progresistas, con sueldo y sin él, salieron enseguida a defender a la vicepresidenta y a calificar el comentario de Guerra como machista. Y yo, que creo que el chascarrillo está fuera de lugar, que Yolanda Díaz puede ir a cuantas peluquerías quiera y que además es la política mejor vestida y peinada que tenemos, pienso sin embargo que lo que lo motivó no fue el machismo sino la ideología de la líder de Sumar.
Los estilismos de Díaz no se critican porque sea una mujer quien los porta, sino porque es una mujer de izquierdas —al menos de izquierda sentida, como se dice ahora—, del mismo modo que la coleta y los dientes sin Invisalign de Iglesias, las rastas de Alberto Rodríguez e incluso si me apuras la pana de Felipe no eran objeto de burla por ser ellos hombres sino por el partido en el que militaban. La estética de la izquierda siempre parece ser objeto de burla, por exceso o por defecto. Porque cuando uno dice representar a los parias de la tierra, se le exige incluso un código de vestimenta, aunque nadie sepa con certeza cuál. Si van como unos desarrapados, mal. Si osan vestirse decentemente, peor aún.
El caso es que ese mismo día, a unos cuantos kilómetros del plató en el que Susanna Griso llamó al orden a Guerra, Joan Baldoví perdió los nervios. Fue en las Cortes Valencianas. Resulta que una diputada de Vox que se sienta a su lado estaba riéndose mientras él hablaba, y a Baldoví se le hincharon los cojones. Ni corto ni perezoso, el socio de Yolanda Díaz se levantó de su asiento y, como si fuera un repetidor en tercero de la ESO, o en primero de BUP, que es más de su tiempo, se encaró de muy malas formas con la diputada. Mientras le lanzaba una mirada muy poco deconstruida y le alzaba el brazo, le preguntó “¿de qué te ríes?”. Pero a Baldoví no le cayó la del atún. No, al menos, por parte de los que pusieron el grito en el cielo con el comentario de Guerra.
Sus compañeras de partido callaron en las Cortes, donde ninguna le llamó al orden por enfrentarse de muy malas formas a una mujer. También callaron fuera de ellas, en las redes, o al menos ninguna se había posicionado en el momento en el que me senté a escribir esto. Algunos diarios de izquierdas —de izquierda sentida, como se dice ahora— ni siquiera hicieron noticia del encontronazo.
Con toda la razón del mundo, porque la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero, periodistas y opinólogos de derechas se preguntaban en las redes qué habría pasado si el macarra hubiera sido un diputado de Vox, y la mujer reprendida de una manera tan fea, de Compromís. La respuesta es sencilla: tendríamos tertulias, editoriales, artículos de opinión y tuits para tres meses, donde muchos de los que hoy callan calificarían el gesto de machismo intolerable.
Porque con frecuencia, no es el qué, sino el quién. Quizá esa es la razón por la cual la malversación es inadmisible cuando la cometen unos, pero no es para tanto si los que sisan son otros. Y es ese doble rasero, y no ir como un pincel, lo que tenemos que reprocharle a Yolanda Díaz.