Malos tiempos para los derechos humanos
Tres cuartos de siglo después de su firma, en medio de la barbarie de la guerra, de la globalización y de la revolución tecnológica, los valores defendidos en la Declaración Universal de 1948 son más necesarios que nunca
Son tiempos inequívocamente convulsos e inciertos, caracterizados por la extensión del temor y la miseria, el retroceso vertiginoso de la democracia y las libertades, en amplias partes del mundo y por la creciente degradación del planeta. También son tiempos profundos para construir un futuro común para la humanidad en términos de esperanza, progreso y prosperidad.
Ciertamente, en muchas regiones del mundo en erupción que conocemos, la vida de numerosas personas se desenvuelve marcada por la pobreza ultrajante, por el retorno del fuego de la ira y el odio, por la frustración, la desolac...
Son tiempos inequívocamente convulsos e inciertos, caracterizados por la extensión del temor y la miseria, el retroceso vertiginoso de la democracia y las libertades, en amplias partes del mundo y por la creciente degradación del planeta. También son tiempos profundos para construir un futuro común para la humanidad en términos de esperanza, progreso y prosperidad.
Ciertamente, en muchas regiones del mundo en erupción que conocemos, la vida de numerosas personas se desenvuelve marcada por la pobreza ultrajante, por el retorno del fuego de la ira y el odio, por la frustración, la desolación y la desesperanza.
El autoritarismo subsiste como objeto inamovible, y crece el asedio a los sistemas democráticos, que se ven amenazados por fuerzas disgregadoras, autocráticas y totalitarias, sustentadas en el fanatismo, la demagogia y la polarización extrema.
Tenemos la convicción de que no hemos avanzado lo suficiente en el objetivo de liberar a la humanidad de las servidumbres de la guerra que lastraban el avance de las democracias, tal como preconizaban Eleonor Roosevelt y René Cassin, promotores y artífices de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948. Hemos fracasado en garantizar el derecho de todas las personas a una vida digna, en trazar la senda por la que debíamos transitar con la esperanza de vencer la tiranía, la intolerancia, la desigualdad, y transformar ese anhelo en realidad política y jurídica, en progreso económico y social.
Por ello, transcurridos 75 años desde la proclamación de la Declaración Universal, superado ampliamente el umbral del siglo XXI, cobra sentido que nos formulemos los siguientes interrogantes: ¿Cuál sigue siendo el valor, la fuerza e influencia ideológica de la Declaración Universal?
¿Qué compromisos deben asumir la Comunidad Internacional, los gobiernos nacionales, las corporaciones y la sociedad civil, para incrementar el peso de la Declaración Universal en la cotidianidad de nuestras vidas?
¿Qué rol debe asumir Naciones Unidas para coadyuvar al desarrollo de la gobernanza global y así encarar un futuro sostenible y seguir promoviendo un orden internacional equilibrado, estable y seguro, exento de violaciones de los derechos humanos?
El mundo ha cambiado profundamente en los últimos 75 años. La globalización y la revolución tecnológica han transformado profundamente nuestras sociedades y nuestros modos de vida. Han contribuido a generar prosperidad, pero, negativamente, a crear más espacios de indignidad social y desigualdad.
Erradicar la pobreza y luchar contra las desigualdades económicas y sociales extremas sigue siendo una prioridad inaplazable de la agenda global. No podemos permanecer indiferentes ante el padecimiento de más de tres mil quinientos millones de personas que viven despojados de las condiciones indispensables para llevar una vida acorde con el valor de la dignidad humana.
No solo existen crímenes de guerra, también crímenes de paz que debemos combatir, generados por el menosprecio a aquellos derechos humanos que resultan indispensables para que mujeres y hombres disfruten de una vida digna.
La lucha contra las desigualdades (y singularmente en favor de la igualdad de género) constituye un imperativo ético y moral. Todos los seres humanos tienen pleno derecho a que se les garanticen los derechos económicos que sustentan una vida liberada de la miseria, según ya se afirmaba en el preámbulo de la Declaración Universal.
La Declaración Universal no preconizaba un gobierno mundial. Pero, en la actual coyuntura, desde muchos ámbitos académicos se pone de manifiesto la necesidad de definir los nuevos paradigmas que deben regir la recomposición del nuevo orden internacional multipolar, que debe fundamentarse en la cooperación leal y en la reafirmación del valor universal de los derechos humanos, en consonancia con la emergente vocación cívica de la sociedad global comprometida en la construcción de un mundo más solidario y fraternal (Josep M. Colomer y Ashley L. Beale, Democracia y globalización, 2021).
El tránsito hacia un gobierno mundial reforzado puede paliar los déficits apreciables en la gobernanza global.
La gobernanza global resulta incompatible con la persistencia de instituciones globales frágiles, incapaces de mantener y asegurar una paz justa y duradera en todas las áreas del mundo, y de reafirmar las bases de un canon civilizatorio fundado en la dignidad humana, intrínseca a todos los seres humanos, como valor supremo frente al relativismo moral, que favorezca la expansión y la extensión de la democracia, la equidad, y el respeto a la naturaleza.
Para ello, es indispensable revitalizar la gobernanza de las instituciones globales (particularmente, Naciones Unidas y las Agencias especializadas), para que sean capaces de afrontar diligentemente los escenarios de crisis, y determinar los objetivos prioritarios que conciernen a la elaboración e implementación de las estrategias globales.
Más democracia, más democracias. La paz en el mundo y el progreso de la humanidad no se aseguran sin el reforzamiento de la idea dimensional de la democracia, sin desarrollar el estatuto de ciudadanía, sin propiciar una mayor apertura del espacio público.
El avance de la democracia a nivel global, estatal y local, requiere promover la articulación de sistemas institucionales democráticos sólidos, transparentes y eficaces, fundados sobre la base del principio de representación política y el respeto a los derechos de las minorías.
Democracia significa, ante todo, acatamiento a las reglas de juego, al principio de división y separación de poderes, a los mecanismos de pesos y contrapesos entre las instituciones fundamentales, y respeto al pluralismo político.
Democracia implica respeto a los otros, aceptación del adversario político. Respeto a la diversidad ideológica, política, cultural, religiosa, partiendo de la convicción de que el menosprecio al valor de la tolerancia mutua socava los fundamentos de la democracia.
Defender la democracia comporta el deber de proteger eficazmente los derechos humanos fundamentales, no abdicar de los valores ni de los principios democráticos, ni prescindir de las instituciones que estructuran el Estado de Bienestar, porque extramuros del marco de la libertad y la justicia social perece la democracia.
Fortalecer el Estado de Derecho, asegurar el valor del imperio de la Ley, mediante la institucionalización de un régimen de Derecho, cimentado en el valor de la justicia, impartida por tribunales independientes e imparciales, cuya misión es amparar los derechos legítimos de las personas contra los actos que vulneren los derechos humanos, resultaba esencial para los redactores de la Declaración Universal, conscientes de la necesidad de garantizar un «Estado de justicia» a nivel universal.
El Estado de Derecho debe garantizar seguridad jurídica, racionalidad y corrección jurídicas, y paz social en la resolución de los conflictos. Debe generar confianza de los ciudadanos en sus instituciones públicas y, particularmente, en la acción de los tribunales de justicia.
Un futuro más verde y ecológico nos apela a todos.
La conservación del planeta es también un desafío global que, aunque no se contemplaba en el texto articulado de la Declaración Universal, resulta incuestionable que el thelos de la Declaración promueve dar una respuesta global en términos políticos, éticos y jurídicos, a la situación de emergencia climática, de barbarie e inseguridad medioambiental que sufrimos, para conservar el planeta y asegurar su supervivencia para las generaciones futuras.
El respeto a la naturaleza y a nuestro entorno común, la protección de los ecosistemas y la biodiversidad, la lucha contra el cambio climático no puede esperar, porque está en riesgo la propia resiliencia de la especie humana.
Detener la barbarie de la guerra, frenar el desplome de las democracias, combatir el malestar global, sigue siendo el grito que emerge de la Declaración Universal de 1948, capaz de movilizar a toda la humanidad.
Cuando conmemoramos el 75 aniversario de su adopción, consideramos que este Documento, base del Derecho Internacional contemporáneo, mantiene su vigencia y actualidad como receptor de los valores indisociables de dignidad de la persona humana, libertad, igualdad y no discriminación, solidaridad y justicia social, y paz, en el que se define el estatuto universal de los derechos humanos.
Sigue conservando la atracción y la fuerza ideológica referencial del núcleo de valores, principios y derechos democráticos, cuyo respeto y protección posibilita el advenimiento de un futuro en esperanza que permita hacer de nuestro mundo un auténtico y verdadero hogar para todos.