Ayuso y la retórica
Los políticos han dejado de representar ideas, programas o intereses: solo cuenta su propia persona. Las narrativas populistas nos hacen cerrar filas frente a la cruzada que dicen sufrir
Asesinato político, inspección salvaje, persecución mediática, son algunas de las perlas que lanzan estos días la presidenta Ayuso y eso que llamamos “su entorno”. Hemos normalizado tanto los comentarios agresivos sobre jueces, instituciones y prensa que ya no percibimos el problema democrático que estos ataques representan. Porque, en realidad, lo que está en juego es una concepción de la democracia cada...
Asesinato político, inspección salvaje, persecución mediática, son algunas de las perlas que lanzan estos días la presidenta Ayuso y eso que llamamos “su entorno”. Hemos normalizado tanto los comentarios agresivos sobre jueces, instituciones y prensa que ya no percibimos el problema democrático que estos ataques representan. Porque, en realidad, lo que está en juego es una concepción de la democracia cada vez más deformada por un fondo populista. Es algo más que retórica. Y ese es el meollo de la cuestión: continúa progresando una cultura populista que refleja esta suerte de colapso democrático que vemos en demasiadas partes del mundo: Estados Unidos, Rusia, Francia, España. Seguro que les suena el victimismo del recurso “al pueblo”, siempre en busca de la redención.
El político populista piensa o dice —tanto da— que le persiguen los poderes del Estado, por ejemplo, una inspección fiscal, la investigación de la prensa (a la que se juzga también enemiga y, por tanto, enemiga del pueblo) o el mismísimo Tribunal Supremo. Estos poderes, al parecer —y esto es lo grave—, no tienen la misma legitimidad que el líder político porque carecen del respaldo de las urnas. Lo vimos en el procés: oponer la legitimidad popular a la de otros poderes del Estado nos convierte en una democracia electoral, difuminando o negando la importancia trascendental de los contrapoderes. Pero en lugar de defender esa idea pluralista de la democracia, los ciudadanos cerramos filas con nuestros líderes, quienes estimulan a sabiendas el voyerismo de las audiencias. El ejemplo más obvio es EE UU, donde también han perdido toda inteligencia crítica sobre el populismo. Lo hemos interiorizado tanto que, en lugar de preocuparnos por que un delincuente pueda presidir el país más poderoso de Occidente, debatimos sobre si debe ser o no incapacitado. ¿Estado de derecho o sufragio popular? EE UU es el escenario principal de una batalla de principios que dice mucho sobre cómo entendemos el funcionamiento democrático y que, como siempre, sobrepasa sus fronteras. Si Puigdemont sopesa volver es porque, como Trump, piensa que hacer campaña desde la cárcel le puede venir bien.
Hemos dejado de sentirnos representados por los políticos y solo buscamos identificarnos con ellos, lo opuesto a la esencia de la representación. ¿Por qué funciona tan bien ese victimismo que les presenta como objetivo de burdas persecuciones? Porque los políticos han dejado de representar ideas, programas o intereses: solo cuenta su propia persona. Las narrativas populistas nos hacen cerrar filas numantinamente frente a la cruzada que dicen sufrir. Es su personalidad la que nutre su base electoral, no sus ideas, y eso explica por qué dan tanta importancia a sus apariciones públicas, que siempre provocan entusiasmo y controversia. Cada vez es más difícil fiscalizarlos, incluso desde los medios, pues solo generan rechazo o seguidismo acríticos. Siempre víctimas, su sufrida retórica impide que les exijamos una verdadera rendición de cuentas. Por eso seguimos fallando en detectar las claves del declive democrático. Obviamos o frivolizamos sobre lo que está en juego, una idea concreta de democracia, mientras libramos como soldados inconscientes una batalla que también se da en el campo de las ideas. Inmersos en nuestro eterno ciclo electoral, desconfiemos aunque sea de los políticos que no hablen de su gestión y sus programas. Al menos nos consolaremos al comprobar cómo los incumplen.