En imitación de la victoria sobre Hitler

Israel, como las potencias aliadas de la II Guerra Mundial, concibe el conflicto con los palestinos como una lucha entre el bien y el mal en la que no vale ningún límite

Una mujer, este viernes en su casa destruida en Rafah, en el sur de la franja de Gaza.Mohammed Salem (REUTERS)

El objetivo de Netanyahu es la victoria total. Como Roose­velt después de Pearl Harbor, cuando declaró que solo la rendición sin condiciones de Alemania y Japón podría traer la paz. Si se tratara solo de Hamás, estaría muy bien. Pero no es...

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El objetivo de Netanyahu es la victoria total. Como Roose­velt después de Pearl Harbor, cuando declaró que solo la rendición sin condiciones de Alemania y Japón podría traer la paz. Si se tratara solo de Hamás, estaría muy bien. Pero no es así. Son los palestinos los que deben capitular sin ninguna contrapartida. La guerra busca su renuncia al Estado palestino en los territorios de Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este y al derecho de los refugiados a regresar a su país.

El proyecto de la extrema derecha en el poder en Israel es incompatible con una ciudadanía palestina con los mismos derechos individuales y colectivos que la comunidad internacional ha reconocido a los judíos de todo el mundo. Con la victoria total busca la solución definitiva. Es un proyecto expansivo y a la vez una rectificación del pasado. El Israel del sionismo ultra pretende sumarse retrospectivamente a la victoria sobre el nazismo. Borrar todo lo que permitió el Holocausto: la fuerza insuficiente del sionismo, las limitaciones de la resistencia judía y, sobre todo, la indiferencia o la ignorancia dolosa de los aliados.

Israel tiene hoy todo lo que no tenían las débiles, indefensas y desprotegidas comunidades judías europeas. Y, como las potencias aliadas de entonces, ningún límite le vale en una lucha que concibe entre el bien y el mal, el sionismo contra el islamismo palestino: matanzas de civiles inocentes en bombardeos masivos de las ciudades, imposición de una paz dictada, trazados arbitrarios de fronteras, reparto de áreas de influencia y traslados forzosos de poblaciones. Así se lo han dicho, sin embudos, los dirigentes israelíes a sus aliados estadounidenses. Si lo hicieron ustedes entonces con Alemania y Japón y han seguido haciéndolo en Vietnam, en Irak o en Afganistán, ¿por qué no podríamos hacerlo hoy nosotros?

A la misma rectificación de la historia responde el trato que merecen las instituciones internacionales, concebidas por las dos superpotencias vencedoras como instrumentos para imponer el orden mundial basado en reglas a los otros, no para seguirlas ellos mismos. Esta polarización rediviva entre nazismo y antifascismo actúa de añadidura como un desinfectante de las extremas derechas, cómplices entonces de Hitler, Mu­ssolini y Franco y ahora ocupadas en salvaguardar la identidad supremacista cristiana y blanca.

Solo los palestinos no encajan en el esquema. Todo se les niega: tierra, propiedades, identidad, razón moral incluso. Condenados al estigma de una afinidad sobrevenida con el nazismo y el exterminio de los judíos. Contra ellos se perpetra un crimen que no merece ni siquiera tal nombre. Prohibido hablar de apartheid, genocidio o limpieza étnica. Desposeídos de todo, hay algo que les vincula a aquellos europeos perseguidos y encerrados en los guetos, estigmatizados por su religión y su cultura, que escaparon del exterminio y se refugiaron en su única y lejana patria, construida para protegerles. ¿Quién protegerá a los palestinos ahora?

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