Me voy, me voy, me voy, pero me quedo
Con su movimiento, Sánchez ha adelantado la hora crepuscular del sanchismo
La Anatomía de la melancolía nos advierte de que el amor “subvierte reinos, destruye ciudades, pueblos y familias; arruina, corrompe y masacra a los hombres” e incluso, en sus peores extremos, nos lleva a olvidar “las convenciones del comportamiento civilizado”. Cumplido el plazo de cinco días, resulta un alivio comprobar que el reino no está subvertido y —como se ha visto— ...
La Anatomía de la melancolía nos advierte de que el amor “subvierte reinos, destruye ciudades, pueblos y familias; arruina, corrompe y masacra a los hombres” e incluso, en sus peores extremos, nos lleva a olvidar “las convenciones del comportamiento civilizado”. Cumplido el plazo de cinco días, resulta un alivio comprobar que el reino no está subvertido y —como se ha visto— el propio Sánchez está bastante más pimpante que masacrado. Algunos comportamientos, en cambio, han resultado chocantes, empezando por la sensación de que, durante estos días, el presidente parece haber estado trabajando en la redacción del magnífico mitin de campaña leído esta mañana so apariencia de declaración institucional. Otras cosas no varían: su capacidad de tutela de la opinión pública, shock tras shock, es incomparable. A las 10.59 todo el mundo pensaba —una operación muy bien inducida— que se iba.
A imagen de esas series que se van embarrocando episodio tras episodio, cabe plantearse, en todo caso, si en esta ocasión al supremo guionista no se les ha ido algo la mano. El standby del presidente del Gobierno ha provocado un turbión institucional para el que no había precedente en Europa o previsión legal. Los rituales públicos de imploración o desagravio han estado más cerca del fenómeno religioso que de la tradición socialista ilustrada. Favorecerlos, por otra parte, ha estado más cerca de la actitud de un ego hipertrofiado que de la de un hombre herido: Sánchez, recordemos, podía haberse retirado al rincón de pensar sin que lo supieran mucho más allá de su gabinete. Suma y sigue: bien está pedir humanidad, pero es aún mejor si uno es capaz —Ayuso, Barberá, Cifuentes, Arrimadas— de concederla. Y quizá hacer oposición desde el poder —a los jueces, a los medios, a la propia oposición— sea un rasgo de democracias más tropicales que liberales. Por lo demás, a nadie le gusta la extrema derecha, pero todos los países europeos están lidiando con ella.
En esta semana hemos podido sentir comprensión humana hacia la figura del presidente o incluso alabar el instinto defensivo que le llevó a su enroque. Ciertamente, con Sánchez, la alegación del amor se hacía un poco cuesta arriba: la épica que ha cultivado es la del líder resiliente, no —pienso en Trudeau— la del líder empático. Es más, de Ábalos a Carmen Calvo y de Iglesias a Rajoy, pasando por Iván Redondo, su trato a amigos y rivales bien pudiera haberle quitado el epíteto al rey Pedro el Cruel. Tanto más sorprendente, por tanto, la mermelada sentimental servida hoy en forma de declaración desde La Moncloa.
Si la petición de empatía podía resultar inesperada, la misma posibilidad de abandonar la presidencia parecía un dislate. Hace apenas una semana, el PSOE leía con satisfacción los resultados de las elecciones vascas, y durante estos meses, el mensaje del presidente se resumía en que la legislatura no solo acababa de empezar, sino que mantenía la voluntad intacta de agotarla. La propia investigación a Begoña Gómez nunca ha parecido que pudiera conllevar más reproches que el de la imprudencia. Pero, ante todo, también se hacía cuesta arriba dar verosimilitud al órdago cuando, desde 2018, los movimientos de Sánchez han ido dirigidos a asegurarse la permanencia en La Moncloa. Si su resiliencia ha sido característica, su flexibilidad en materia de valores ha ido a la par. El bien superior de apartar a la derecha de La Moncloa ha conllevado rebautizar males menores como objetivos deseables, de Bildu a la amnistía.
Tras perder las elecciones de 2008, a Rajoy le convencieron para seguir algunos mensajes de gentes del común que le escribieron. Todos necesitamos afecto. Pero con su movimiento, el Pedro Sánchez inoxidable ha demostrado que es mortal. Las lealtades en política son líquidas. Es muy posible que algunos de los protagonistas de las adhesiones más ardientes de estos días terminen —experientia docet!— en la crítica también más ardiente: tal vez no olviden que, por mantener el poder o el cargo, fueron humillados a actos de adhesión y fervor que no les convencían en conciencia, pues los rituales de honra que hemos visto no son cosas que una persona pueda tributar a otra sin que algo se le rebele por dentro. Con su movimiento, que ha causado perplejidad en Europa, Sánchez ha adelantado la hora crepuscular del sanchismo: no hay que descartar que aquel que es humano para amar haya sido humano también para equivocarse.