Un nuevo nosotros
Hay pocas ideas más fascistas que aquella según la cual “los migrantes deben integrarse”
Pasó por fortuna desapercebida —situación que espero no revertir irónicamente con este texto— una iniciativa de Vox de hace unos meses en el Congreso al calor del ataque de Hamás del 7 de octubre de 2023. Se trataba de una proposición no de ley que pretendía “suspender los expedientes de adquisición de la nacionalidad española, las autorizaciones de estancia y residencia y prohibir la entrada en España de inmigrantes procedentes de países d...
Pasó por fortuna desapercebida —situación que espero no revertir irónicamente con este texto— una iniciativa de Vox de hace unos meses en el Congreso al calor del ataque de Hamás del 7 de octubre de 2023. Se trataba de una proposición no de ley que pretendía “suspender los expedientes de adquisición de la nacionalidad española, las autorizaciones de estancia y residencia y prohibir la entrada en España de inmigrantes procedentes de países de cultura islámica, en tanto no se pueda asegurar su correcta y pacífica integración en nuestro territorio”.
Siempre me ha desconcertado ese ataque de realpolitik que algunos sienten cuando la barbarie se expresa libremente. Me refiero a esa cosa del “No estoy de acuerdo con Vox, pero al menos no son políticamente correctos: si los terroristas son de origen islámico hay que decirlo, hay que decir la verdad”. Cuando los bárbaros con tribuna institucional hablan como tales estigmatizan a los migrantes (o hijos o nietos de migrantes) de origen árabe, incluso aunque no practiquen el Islam. Y, al hacerlo, comienza ese sutil y difuso proceso de legitimación de eventuales agresiones, pues si las instituciones amparan la degradación de las personas mediante el lenguaje, ¿qué impide a las personas de a pie completar la tarea y degradarlas más allá del lenguaje?
Tampoco querría conducir yo a equívocos. No extender la sospecha sobre personas que tienen determinados rasgos o hablan ciertas lenguas o rezan a un dios específico no garantiza que los políticos no sean racistas ni xenófobos. Lo único que garantiza, estrictamente hablando, es que sean hipócritas, porque bien pueden estar diciendo cosas en las que no creen. ¿Pero saben qué? La hipocresía es una virtud civilizatoria. Conseguir que los bárbaros no hablen como bárbaros es deslegitimar su forma de hablar. Y deslegitimar su forma de hablar es, sobre todo cuando cuentan con un atril en el Congreso, un primer paso civilizatorio. Se dirá que no es mucho. Pero al negarnos a aceptar que los bárbaros hablen como si la barbarie fuera una alternativa como cualquier otra, estamos exigiendo que las instituciones nos protejan, como decía Judith Shklar, contra el miedo. Un objetivo modesto, pero nada banal.
La propuesta no de ley de Vox, sin embargo, contenía algo más inquietante. Me refiero a la idea de la “correcta y pacífica integración” de los migrantes. Una de las razones por las que Vox creció como creció se debe, me temo, a que Vox es explícito y enfático con tal idea, que genera un amplio consenso. Y es que, ya se sabe, ellos sí dicen “la verdad”, ellos sí dicen, en fin, lo que supuestamente todo el mundo piensa.
Bien, pues se me ocurren pocas ideas sustantivamente más fascistas que aquella según la cual “los migrantes deben integrarse”. Y es que para pedir a alguien que se integre hay que creer que tenemos más derechos que quien llega de fuera simplemente porque nosotros estábamos antes que tú en esta tierra. Por ejemplo, tenemos el derecho, del que tú careces, de pedirte que renuncies a tu forma de vida y te conformes a la nuestra. O sea, que te integres.
Para quienes creen en el deber de integrarse, el migrante carece de autonomía y agencia: no tiene derecho a armar su vida como considere oportuno; tiene que mimetizar las conductas locales, o, si no queda otro remedio, debe al menos modificar su forma de vida de manera tal que esta sea compatible con aquéllas. Así que el deber de integrarse que tienen los migrantes es correlativo al derecho que tienen los locales de exigir que los migrantes renuncien a ser quienes son únicamente en virtud de ser eso, locales.
Este tipo de nacionalismo es una forma incluyente de nacionalismo, pues al menos admite la entrada de algunos migrantes, siempre y cuando paguen el peaje de que los locales elijan cómo los migrantes deben vivir o qué lengua deben hablar. Y yo me pregunto: si un nacionalista incluyente ya niega toda agencia y autonomía a los migrantes, ¿qué clase de Belzebú es un nacionalista excluyente? (Esto conduce a otra pregunta: ¿no es toda forma de nacionalismo defensivo una forma de nacionalismo agresivo a ojos de quien ocupa, en cada contexto, el último lugar en la cadena trófica de las identidades nacionales?)
La idea de la integración es desagradable ya en abstracto. Pero si uno aterriza en la historia y se da cuenta de que los países que más legitimados se sienten a exigir la integración suelen ser países con un pasado colonialista, entonces la situación se vuelve grave aunque no muy seria. Resulta que los herederos de quienes han colonizado tierras durante siglos ahora exigiremos a los herederos de las tierras colonizadas que acepten definitivamente que nosotros siempre tuvimos razón. La idea de la integración es tal vez la más perversa y refinada expresión de Europa, y más en general de Occidente, concibiéndose a sí mismo como el ombligo del mundo. Es como si tuviera lugar una pelea en el patio de la escuela en que un niño le pega una somanta de palos a otro y, cuando lo tiene finalmente sometido, le pregunta: “¿Verdad que soy el más civilizado, el más culto y el más racional?”.
Pero lo más perturbador de la idea de la integración es que se niega a negociar un nuevo nosotros político. Pedirle a los migrantes que se integren es querer dejar intacto quiénes somos políticamente, cosa en realidad imposible y, sobre todo, indeseable cuando se cruzan formas de vida. La idea de la integración es intrínsecamente reaccionaria porque intenta congelar para siempre un “nosotros” que, por otra parte, muy probablemente nunca ha existido. Respetar políticamente a los migrantes es darles carta de ciudadanía, o sea regularizarlos. Pero, además, es interpretar su llegada como el detonante de la obligación de reconfigurar ese nosotros político.
Los nacionalismos occidentales vienen a plantearnos un dilema que apesta a solemnidad en cada uno de sus cuernos. O bien los migrantes se integran o bien serán las sociedades occidentales las que se desintegrarán. Pues no. Lo único que por suerte se desintegra si los migrantes no se integran es la fantaseada nación centenaria o milenaria. Los nacionalistas nos quieren persuadir de que la sociedad se reduce a la nación. Nada más falso. Un migrante que no se integra es una feliz ofensa para la nación, pero no para la sociedad. La supervivencia de una sociedad no depende de que los migrantes se integren, pero sí de renegociar el nosotros político.
Siendo yo un aficionado muy moderado a las metáforas futbolísticas, resulta irresistible acudir a la selección española de la Eurocopa 2024 para hablar del nuevo nosotros al que la migración obliga. Resulta que el mejor jugador catalán, Lamine Yamal, desdibuja lo que el nacionalismo catalán dice que es un catalán como dios manda: su imaginario sentimental está filtrado por su barrio, Rocafonda (Mataró), no por la nación catalana. Y resulta que el mejor jugador vasco, Nico Williams, desdibuja lo que el nacionalismo vasco dice que es un vasco como dios manda: dijo a finales de 2022, con la sonrisa de un pillo, que su nivel de euskera es cero. Resulta, además, que los dos mejores jugadores de España son precisamente ese catalán y ese vasco, cosa que desdibuja lo que el nacionalismo español dice que es un español como dios manda. La selección española simboliza el feliz triunfo de la sociedad española y la derrota de la nación española. Es la alegoría de un nuevo nosotros.