¿Cuántas mujeres se sientan hoy en los tribunales internacionales?
En la política y en la democracia las mujeres que consiguen llegar al poder acaban disfrazándose de masculinidad para no parecer inferiores, como si la paz, la armonía o la alegría fuesen inferiores a la brutalidad masculina
Entre las muchas cosas que el presidente brasileño, Lula da Silva, dijo estos días en su discurso en la ONU, unas menos acertadas que otras, hay una indiscutible y es la denuncia de la ausencia de mujeres en los altos tribunales mundiales dominados masivamente por varones. Y podríamos añadir: la ausencia de jóvenes líderes políticos.
Es cierto que cada vez más las mujeres, aunque a empujones, empiezan a ser visibles en las decisiones que ...
Entre las muchas cosas que el presidente brasileño, Lula da Silva, dijo estos días en su discurso en la ONU, unas menos acertadas que otras, hay una indiscutible y es la denuncia de la ausencia de mujeres en los altos tribunales mundiales dominados masivamente por varones. Y podríamos añadir: la ausencia de jóvenes líderes políticos.
Es cierto que cada vez más las mujeres, aunque a empujones, empiezan a ser visibles en las decisiones que atañen a los graves problemas de nuestro mundo, pero aún es algo solo simbólico. El verdadero poder en todos los estamentos sigue siendo masculino.
Es curioso que en el lenguaje: la vida y la muerte, la guerra y la paz, la política y la democracia, la sangre y las lágrimas son vocablos femeninos. ¿Existirían las guerras si solo las mujeres pudieran decretarlas y donde son sacrificados sus hijos? Desde la más remota antigüedad, la guerra, la violencia y la fuerza bruta eran masculinas. La mujer era la que ponía paz en las revueltas. No es casualidad que la primera diosa del mundo era femenina, pero los hombres no lo soportaron y Dios acabó siendo masculino.
Curiosamente en la política y en la democracia hasta las mujeres que consiguen llegar al poder acaban disfrazándose de masculinidad para no parecer inferiores, como si la paz, la armonía, la alegría, la capacidad de aceptar el sacrificio fuesen inferiores a la pura brutalidad masculina.
No sé si habrá sido una casualidad, pero justamente en estos días ha resucitado en las redes el clásico poema de Elizabeth Bishop, titulado El arte de perder. ¿Perder en un mundo volcado en vencer, en enriquecerse? Quizá sí, porque vivimos en un momento donde no tendría por qué haber más guerras, un mundo rico aunque desigual, un mundo con más posibilidades para que nadie pasase hambre, para que las armas se conviertan en arados como en el verso bíblico. Sí, en el que perder, por paradójico que parezca, pueda ser presagio de mayor igualdad, de menor carga de injusticia, de mayores horizontes de paz compartida, que de limpieza de cadáveres de inocentes sacrificados en las guerras inútiles.
Lleva razón la poeta de El arte de perder, algo que nuestra generación parece ignorar. Todos quieren solo vencer a cualquier costo. Y es curioso que en este momento en que todos quienes ganar, en que nos inundan con promesas de enriquecimiento fácil, de hacerse millonario con un simple juego en las redes, de un liberalismo feroz, la nueva extrema derecha fascista se adjudica la defensa de la religión, de la fe cristiana perdida.
Dios vuelve a ser protagonista en la política. Lo es aquí en Brasil cuando los candidatos al poder político se arrodillan ante las poderosas iglesias evangélicas en busca de votos y juran fidelidad a Dios.
¿A qué Dios? No ciertamente al cristiano. Se olvidan que la fuerza del cristianismo no nació de un éxito de su fundador, el joven judío rebelde, Jesús de Nazaret. Su influjo, que ha atravesado los siglos, se debe a lo que apareció como un fracaso: su muerte ignominiosa en la cruz reservada para los parias. Jesús no murió luchando con la espada, se dejó sacrificar como inocente. Son incapaces de entender que existe un arte de perder que acaba en triunfo.
El profeta judío que ganó perdiendo, en el momento real o simbólico de su resurrección, no se apareció a los varones, a los que querían sacar la espada para defenderlo. Lo hizo a una mujer, la Magdalena, la que contra todas las evidencias creyó hasta el último momento en que el profeta desangrado en la cruz como un malhechor estaba vivo y era Dios. Sus hombres, sus discípulos, sus valentones, se habían escondido muertos de miedo.