Si Vox y Alvise no están derrotados aún
La democracia española ha cantado victoria demasiado pronto sobre el declive de la ultraderecha
La ultraderecha anda revuelta en España: Vox ha perdido mucha visibilidad desde que se salió de los gobiernos del Partido Popular, mientras que Alvise Pérez está siendo investigado por la financiación de su campaña electoral. Sin embargo, quizás sea naif creer que a la ultraderecha española le queda dos telediarios para su desaparición. En ningún sitio está escrito que las pulsiones reaccionarias tengan que volver a...
La ultraderecha anda revuelta en España: Vox ha perdido mucha visibilidad desde que se salió de los gobiernos del Partido Popular, mientras que Alvise Pérez está siendo investigado por la financiación de su campaña electoral. Sin embargo, quizás sea naif creer que a la ultraderecha española le queda dos telediarios para su desaparición. En ningún sitio está escrito que las pulsiones reaccionarias tengan que volver a reunificarse alrededor del Partido Popular, o que la ultraderecha sea una moda pasajera que no pueda arraigar.
Basta observar la evolución reciente de ese espacio en nuestro país. Se estima que Se Acabó la Fiesta (SALF) bebió en las pasadas elecciones europeas de bastante voto que en 2019 había recalado en la formación de Santiago Abascal. Es decir, que los vasos comunicantes que salen de Vox no siempre regresan hacia el PP. En este caso, la opa de Alvise pudo ser en parte la consecuencia de la debacle que había sufrido Abascal en los comicios generales de 2023, perdiendo cerca de 600.000 votantes. Entre los motivos están que Vox tal vez se haya vuelto demasiado institucional o mainstream para sus partidarios, en sintonía con lo que viene ocurriendo en muchos países de alrededor, como en Francia. Cuando la ultraderecha de turno lleva tiempo en el debate público, se acaba produciendo una suerte de normalización de su discurso, dejando de generar el mismo impacto que en sus inicios, dando así espacio para que surjan nuevos competidores más duros. Por otro lado, la incapacidad de aplicar muchas de sus medidas populistas desde los gobiernos acaba desgastando los partidos antisistema, tal que nuevas formaciones capitalizan ese malestar. Ello explica por qué Vox decidió romper con el PP a cuenta de la inmigración: su salto al grupo del húngaro Viktor Orbán en la Eurocámara tiene muchas implicaciones, y una de ellas es el intento de volver a ser aquella fuerza populista o de choque que era en 2018, alejándose del posibilismo de una Georgia Meloni percibida ahora como sistémica porque intenta mover a la Unión Europea para que acepte sus políticas migratorias.
Así que la democracia española quizás haya cantado victoria demasiado pronto. Que los altavoces del PP hayan decidido liquidar Vox de un tiempo a esta parte, porque ya no les resulta tan útil contra la izquierda y los independentistas como antaño, o para llegar a La Moncloa, no quiere decir que la derecha vaya a reunificarse. Que Alvise pueda caer en el descrédito político no implica directamente que sus adeptos vayan a pasarse como si nada a la abstención o a las filas de Alberto Núñez Feijóo. Existen varios factores estructurales en nuestra sociedad que alimentan el reaccionarismo y no son flor de un día.
Primero, porque la base social de la ultraderecha bebe a menudo de las fakenews, de la desinformación, pero existen además otros factores de socialización, de creación de imaginarios, que van más allá de un contexto puntual. Ese cuerpo ideológico va desde la reacción al feminismo, vestido como una especie de agravio hacia el hombre, hasta la exaltación del individualismo, o de la desconfianza hacia el Estado o las élites políticas, que ciertos streamers pregonan en sus redes sociales. Esos marcos no son irreversibles per se, pero claro está que harán mella durante largo tiempo entre muchos jóvenes, adultos del mañana, que ya solo quiera votar a quienes reafirmen esos esquemas de pensamiento. Mientras es difícil imaginar a Feijóo moviéndose en esas tesituras, Alvise deleita a sus seguidores explicándoles los sueldos que se cobran en el Parlamento Europeo.
Segundo, la brecha generacional también hace de las suyas para cimentar el voto a la ultraderecha. Resulta llamativo que en dos realidades tan distintas como las elecciones en Brandenburgo y en Austria, sendos partidos ultras ganaran en todos los tramos de edad, menos en los mayores de 60 años, donde lo hicieron la socialdemocracia y los conservadores clásicos, respectivamente. Quizás sea el “factor miedo”: las generaciones que todavía conservan memoria del pasado tal vez teman a la involución democrática porque saben lo que cuesta conquistar un sistema de libertades. En cambio, muchos jóvenes actuales creen que la democracia existió siempre, una ‘desmemoria’ que les empuja a votar sin reparar tanto en las eventuales consecuencias de su decisión. Un efecto parecido ocurrió en nuestro país con el cambio político de 2015: el bipartidismo se mantuvo generalmente fuerte entre los mayores de 55 años, que curiosamente son los votantes que se socializaron durante la Transición, mientras que un buen grueso de gente joven se identificó en su momento con las demandas de los nuevos partidos —Ciudadanos, Podemos—, al no tener miedo a la involución o a romper nada.
Tercero, hay otro elemento de la brecha generacional que disuade el voto al bipartidismo y tiene que ver con el statu quo: en España se ha extendido un clima de opinión entre algunos jóvenes sobre que los partidos clásicos, como el PSOE o el PP, solo velan por los intereses de la generación del baby boom. Por ejemplo, ya es llamativo que la generación por encima de 65 años haya conservado sus niveles de bienestar material en las últimas décadas, mientras que la gente joven no deja de caer en esos mismos ránquines. De ahí nace la impresión sobre que los temas de los jóvenes interesarían “menos” a la vieja política, porque no son un potente caladero electoral. El fracaso en resolver el problema del acceso a la vivienda fortalece ese imaginario: en un contexto donde la juventud se siente excluida del sistema, es lógico que voten a partidos que lo impugnan, ya tengan estos menor o mayor elaboración teórica en sus postulados. Es un error creer que el malestar no puede vehicularse mediante personajes oportunistas, que alimentan su sed de protesta o nihilismo vital, aún sin darle verdadera solución.
Por último, polémicos debates como el relativo a la cuestión migratoria han empezado a exceder lo racional para adentrarse en el terreno de las percepciones o los prejuicios. Es curioso que en el último CIS muchos españoles vean la migración como el principal problema de la sociedad, pero no crean que les afecta a ellos directamente. Tal vez lo que les preocupa no sea su bolsillo, sino otra cosa: lo netamente identitario, el miedo a un presunto “borrado” de la cultura autóctona. Por ejemplo, es el discurso de la soberanista y xenófoba Aliança Catalana. De poco parece servir en esos casos el esfuerzo por combatir datos sobre las tasas de criminalidad entre los migrantes, sobre si reciben más o menos prestaciones públicas, o reseñar su aportación económica nuestra sociedad.
Ante ese panorama, quizás Vox, Alvise (SALF), o quien sea que aparezca en nuestro país para enarbolar los discursos de la ultraderecha, no estén tan derrotados como parece. La pregunta ahora no es si la ultraderecha se transformará, sino cómo lo hará: no está claro que el propio sistema democrático pueda metabolizarla, ni que el PP la pueda borrar tan fácilmente, pese a ser la ilusión con que algunos populares ya han empezado a fantasear.