Mensaje del pionero olvidado
El novelista Miguel Delibes ya denunció en 1975, con una clarividencia que entonces no tenía casi nadie, la destrucción acelerada de los entornos naturales en beneficio de intereses privados
Nunca vi juntos al novelista Miguel Delibes y al biólogo y naturalista Miguel Delibes de Castro, pero cada vez que veía al uno me acordaba del otro, y no ya por el parecido entre padre e hijo, sino por una manera semejante de estar en el mundo, una rectitud intelectual y moral que era inseparable de la ...
Nunca vi juntos al novelista Miguel Delibes y al biólogo y naturalista Miguel Delibes de Castro, pero cada vez que veía al uno me acordaba del otro, y no ya por el parecido entre padre e hijo, sino por una manera semejante de estar en el mundo, una rectitud intelectual y moral que era inseparable de la austeridad de su presencia física. A Miguel Delibes dejé de verlo por desgracia cuando todavía estaba entero y lúcido y con esa cara de salud que uno asocia a la tela de pana y a las botas de campo. En muchas fotos parecía triste y pálido, pero en la realidad, si se encontraba a gusto, su cara de mejillas coloradas como por efecto de un viento frío era afable y cordial, como las cartas que escribía, generosas pero casi indescifrables, como incisiones en una tablilla babilónica. Una vez, le mandé el ejemplar de El camino que acababa de leer un hijo mío en la escuela, pidiéndole que se lo dedicara, y Delibes lo devolvió puntualmente con su dedicatoria cariñosa y su firma, ambas casi ilegibles, y con una carta dedicada a su nuevo lector. La última vez que lo vi estaba yéndose airado de un sitio oficial para no participar en un enjuague evidente. Me estrechó la mano, dio la vuelta y salió con zancadas enérgicas, como dando un portazo. Era uno de esos hombres que son más altos y fuertes de lo que uno suponía. Cuando veo a Miguel Delibes de Castro en las fotos, o leo las cosas que escribe, estoy viendo en él la mejor herencia de su padre, y a la vez un talento y un brío que son exclusivamente suyos, no para la ficción, ni falta que le hace, sino para su oficio de científico que aúna la seriedad de la investigación pura con un compromiso público que manifestó durante muchos años en su dirección de la Estación Biológica de Doñana.
Hay estupideces que uno piensa o escribe porque ha llegado a ellas por su cuenta. Son muchas más las que hace suyas porque flotan en el ambiente de su época y de su generación. En mi adolescencia sin orientadores ni prejuicios yo había leído con fervor unas cuantas novelas de Miguel Delibes, desde Las ratas y El camino hasta Cinco horas con Mario, pero cuando quise ser contemporáneo y me hice gregario creyendo ser original, me dio por mirar por encima del hombro a Miguel Delibes. Había que ser moderno y urbano a toda costa, y creer que en las noches de humo de tabaco y ginebra de garrafa en los bares decorados con conatos de diseño y nombres cosmopolitas, en nuestras provincias respectivas, estábamos viviendo las experiencias límite propias de nuestra condición de escritores. Este novelista que escribía sobre gente antigua en los campos de lo que entonces se llamaba todavía Castilla la Vieja, era como una reliquia de otra época, y merecía dos adjetivos entonces terminales: costumbrista y rural.
Pues bien, Miguel Delibes era mucho más moderno que todos nosotros. En un país donde la literatura ha sido casi del todo ajena a la naturaleza, Delibes escribió sobre ella con una sensibilidad y una precisión que parecen más propias de narradores y poetas americanos o británicos, vinculándola siempre con los trabajos y las vidas de la gente campesina. Y en 1975, en su discurso de ingreso en la Real Academia, denunció la destrucción acelerada de los entornos naturales y agrícolas, del envenenamiento del agua, la tierra y el aire, en nombre del progreso económico, pero en beneficio de intereses privados, con una clarividencia que entonces no tenía casi nadie, no ya en España, sino en ninguna parte. Estremece ahora leer estas palabras escritas hace 49 años: “Por primera vez se acepta la posibilidad de que nuestro mundo se vuelva inhabitable por obra del hombre”.
En su último libro, Gracias a la vida, Miguel Delibes de Castro se acuerda de antiguas conversaciones con su padre, y de las discordias que a veces surgían entre ellos en sus ideas sobre la naturaleza y la vida. Uno escribe para muchos, para cualquiera, pero algunas veces también para una sola persona, que puede haber muerto. Delibes de Castro escribe Gracias a la vida para cualquiera de nosotros, pero sobre todo para su padre, para su memoria que no se desdibuja con los años, porque lo mejor de su literatura está tan viva como aquellas advertencias pioneras, entonces universalmente ignoradas, ahora perentorias.
Con una prosa excelente de naturalista, Miguel Delibes de Castro selecciona el ejemplo de unas cuantas especies —animales y vegetales, o ni lo uno ni lo otro, como los hongos— para mostrar el lugar esencial que cada una ellas ocupa en el entramado admirable de la vida sobre la Tierra, y los beneficios directos que tienen para los seres humanos: las llamadas malas hierbas, las lombrices, los hongos, los buitres, los microbios, los escarabajos, el fitoplancton, los murciélagos, las arañas, las ostras, los zorros. Cada una de ellas cumple una o varias tareas esenciales en ese equilibrio que hace habitable para nosotros la biosfera y que es el resultado de la selección natural operando muchas veces a escala microscópica y muy gradualmente a lo largo de los más de 3.000 millones de años que dura ya la vida en la Tierra. El suelo que pisamos y que nos nutre es una capa delgada de materia fértil que han ido labrando muchedumbres de organismos visibles e invisibles, desde las lombrices que airean y nutren la tierra con sus deyecciones a los microbios que descomponen la materia orgánica; y también los mamíferos con cascos o pezuñas que la remueven, y que la enriquecen con su estiércol, y con las semillas que hay mezcladas en él. Sin los insectos y las aves polinizadoras no existirían la mayor parte de las cosechas que nos alimentan a nosotros y a muchos de los animales que criamos para obtener su carne o su leche, por muchos fertilizantes químicos y plaguicidas que esparciéramos sobre la tierra. Los fertilizantes químicos y los métodos de la agricultura intensiva degradan irreparablemente en poco tiempo esos suelos fértiles que tardaron miles de años en formarse.
La idea predominante de la evolución no viene de la obra científica de Charles Darwin, sino de su espurio derivado ideológico del darwinismo social: la “lucha por la vida”, la competencia entre las especies y los individuos, la supervivencia del más fuerte, que llevan legitimando desde hace siglo y medio el individualismo cruel y la competición despiadada en los mercados del capitalismo, y también la desigualdad entre las personas, las clases o los grupos étnicos. Delibes de Castro explica que la simbiosis, el mutualismo y la sincronicidad operan no menos eficazmente que la competición en la maravilla incesante de la vida. Las flores atraen con sus colores y olores a los insectos que se alimentan de ellas, los cuales a su vez inadvertidamente hacen posible su fecundación. Avispas carnívoras, hormigas y escarabajos consumen larvas de parásitos y ayudan a mantener la salud de las plantas. Las raíces de los árboles obtienen los nutrientes del suelo gracias a los hongos asociados a ellas. Un solo murciélago puede consumir en una sola noche una cantidad prodigiosa de mosquitos. Se suelen usar argumentos de progreso económico para justificar la destrucción de la naturaleza, como si no hubiera más remedio que elegir entre la prosperidad y la limpieza del aire, entre la abundancia de alimentos y la preservación de la biodiversidad. Delibes de Castro desmiente esa disyuntiva: una ruptura irreparable de los equilibrios de la biosfera traerá consigo un colapso económico y social que ya ha dejado de ser una profecía, porque está empezando a suceder, por ejemplo en esas regiones del mundo en las que el calentamiento y la desertización ya han hecho imposible la agricultura. El novelista Miguel Delibes lo advirtió en 1975.