Y si no tuvieras a nadie a quien llamar
En Sudáfrica, destino de las rutas migratorias del sur, uno de los múltiples problemas de los desplazados es perder el contacto con sus seres queridos. Retomarlo es vital y un programa les ayuda con un simple teléfono móvil. Esta es una crónica en terreno desde Pretoria
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El coche circula a toda velocidad por la autopista. Fuera, llueve a mares. Dentro, Marrieth Ndlela, voluntaria de la Cruz Roja sudafricana, mira por la ventanilla en silencio durante la media hora que dura el trayecto. En su bolso guarda un objeto fundamental para cumplir con éxito la misión que se le ha encomendado: un teléfono móvil.
De pronto, el conductor sale de la carretera principal y toma un camino de tierra que le lleva hasta una finca muy verde rodeada de alambre de espino del que cuelga un letrero: Misiones Africanas, se lee. El vehículo accede por la puerta principal y recorre unos metros de grava dejando a un lado una iglesia de ladrillo y lo que pudiera ser una guardería; al otro, un par de casas algo desvencijadas. Acompañando, un perro de raza indefinida que parece empeñado en meterse entre las ruedas.
Marrieth se apea y se dirige a otra vivienda situada al fondo de este recinto perdido en medio de la nada. Parece desierto, pero una olla humeante sobre una fogata a pleno rendimiento ―dentro, solo agua caliente para lavarse― revela que la casa está habitada. Y sí. No tardan en salir por la puerta tres individuos humildemente vestidos que saludan cordialmente e invitan a la mujer a pasar al interior de la vivienda. Ellos son John Nsombo, Denis Mabuko y Etienne Sogolo, de 38 y 39 años todos, solicitantes de asilo originarios de República Democrática del Congo, llegados a Sudáfrica escapando de la guerra y ocupantes del último peldaño de la escala social en este país: están sin documentación, sin dinero y sin trabajo. Tampoco tendrían hogar de no ser porque durante el inicio del confinamiento por la covid-19 el Gobierno los ubicó aquí, dentro de un plan de apertura de refugios para personas sin hogar, unas 200.000 en un país de 53 millones de habitantes.
Llegaron a ser 47 inquilinos en esta casa vieja, sin electricidad, sucia y amplia, sí, pero no tanto como para albergar a esa cantidad de personas sin que se vean hacinadas. Ahora quedan 11. “Dormíamos por todo el suelo, pero ahora estamos más anchos”, describe Jerry Lumbeya Kasanga, de 53 años y también migrante congoleño. Su figura, alta, enjuta y envuelta en una llamativa túnica azul ―se presenta como judío― emerge de la oscuridad del pasillo. Saluda efusivamente, sonríe, habla muy alto y parece encantado de recibir visitas.
La reunión tiene lugar en la cocina, una estancia cochambrosa con una gotera justo en el centro. Los cuatro se colocan en fila, apoyados sobre una de las encimeras, y entonces Marrieth comienza su trabajo: intentar solucionar uno de los muchos problemas que tienen estos cuatro hombres. No va de encontrarles un empleo, ni de darles dinero o comida... Va de darles la oportunidad de realizar una llamada a un amigo, a un familiar o a quien uno quiera, en definitiva. Este es el fin del programa que el Comité Internacional de la Cruz Roja está llevando a cabo en campos de refugiados de muchas partes del mundo, y en Sudáfrica, como estos no existen, en centros de acogida y de detención. Se llama Restoring Family Links (restaurando los lazos familiares) y está pensado para quienes han perdido el contacto con sus seres queridos a causa de una catástrofe humanitaria, una guerra, una migración o un desastre natural, por ejemplo. Según la Organización Internacional de las Migraciones, al menos 37.000 personas en tránsito fueron declaradas desaparecidas en el mundo entre 2014 y 2020.
Algo tan simple como una llamada telefónica gratuita o una conexión a un punto de internet móvil son dos maneras para restaurar ese vínculo perdido para quienes no tienen dinero ni para poner saldo en el teléfono. Las que Marrieth ofrece son de tres minutos de duración, lo suficiente para decir que estás vivo y que estás bien. Sudáfrica es uno de los principales países de destino y tránsito de millones de personas, pero recibe menos atención que la ruta del Mediterráneo central pese a que los peligros que los migrantes encaran son igual de graves. “Las consecuencias migratorias en esta región son terribles: personas que caen enfermas, que son traficadas, que desaparecen...” relata Marie-Astrid Blondiaux, directora de proyectos del Comité Internacional de la Cruz Roja (ICRC) en el país, desde su despacho de Pretoria.
Una de las peores trampas de ese proceso migratorio es la pérdida de seres queridos y esto, tanto para quienes quedan en el país de origen como para quienes se están moviendo, tiene consecuencias que así describe Blondiaux: “El no saber si un ser querido está vivo o muerto es devastador; cuando alguien muere puedes iniciar tu proceso de duelo y pasar página con el tiempo; pero un desaparecido te mantiene en una incertidumbre que nunca se supera”.
Además de las consecuencias psicológicas, están las puramente prácticas que impiden que una persona decida cómo llevar su vida a partir de entonces. “Una mujer cuyo marido esté desaparecido no sabe si puede volver a casarse, no sabe cómo registrar a sus hijos, tampoco se sabe cómo proceder en caso de una herencia...”, enumera la directora de proyectos. “Por eso son necesarios los mecanismos que faciliten el intercambio de información entre países en la búsqueda de desaparecidos”, solicita.
En el refugio, Marrieth pregunta a los inquilinos: “¿Tienes algún número al que quieras llamar hoy?”. Pero uno a uno mueven la cabeza de un lado a otro y sin pestañear dicen que no. Que no hay nadie a quien telefonear hoy. “Yo tengo el número de mi hermano, pero está en la cárcel y allí no se permite recibir llamadas”, se excusa Denis.
La voluntaria insiste, al ver que Jerry sostiene un móvil entre sus manos. “Jerry, ¿qué contactos guardas?”
“Tengo a este... a este... a este... “, responde Jerry con candidez, señalando a sus compañeros. Y tengo al rastas y a Messi, que ahora no están, se han ido al Shoprite [un supermercado]”. El hombre explica que el teléfono es nuevo y que perdió el anterior con la tarjeta SIM y todos los contactos cuando fue arrestado e ingresó en prisión. Porque estos cuatro hombres vienen de pasar seis meses entre rejas y ese incidente acabó por separarlos del todo de los suyos. “¿Qué por qué nos encerraron? No sé mucho de eso, no sé si alguno de estos podrá contestar”, dice Jerry confundido. Y se gira hacia sus compañeros y pregunta: “¿Por qué nos arrestó la policía?” Contesta Denis: “Nos echaron del edificio de la ONU. Estábamos durmiendo en la calle, pero no estábamos protegidos, así que nos juntamos ahí, pero la policía nos sacó y nos arrestó”, relata.
“Pasó en noviembre del año pasado ―continúa Jerry, ahora más seguro―. Acampamos en la puerta de la UNHCR (la agencia de la ONU para los refugiados) porque huíamos de la xenofobia. Hay asesinatos, asaltos...”, asegura este hombre sobre un fenómeno en alza y que ha sido denunciado recientemente por Human Rights Watch. “Yo dormía en la calle, en una tienda de campaña que conseguí; me sentaba ahí dentro y vendía caramelos y alguna cosa más para ganar dinero. Pero perdí todo por uno de esos ataques y acabé en la ONU para pedir ayuda. Cuando fuimos arrestados, también perdí mis documentos y mi teléfono móvil”.
Sus versiones corresponden con las recogidas por los medios de comunicación. El desalojo de más de 600 solicitantes de asilo y migrantes sin techo se produjo con violencia, hubo policías heridos y también refugiados. Se efectuaron 189 detenciones y más de 300 personas entre hombres, mujeres y niños fueron internados en el Centro de Deportación de Lindela, el mayor de Sudáfrica. En abril de 2020, 34 de los encarcelados aceptaron firmar una declaración de culpabilidad a cambio de seis meses de prisión que fueron conmutados por haberla cumplido desde el momento en que fueron arrestados. Cuatro de ellos fueron Jerry, John, Etienne y Denis, cuyo hermano sigue dentro porque se negó a declararse culpable.
“La policía nos llevó desde el juzgado hasta esta casa, nos dejaron algo de comida y desde entonces estamos aquí”, completa Jerry. El encierro por el coronavirus acabó hace mucho, pero allí se pueden quedar todo el tiempo que quieran. “Soy libre para marcharme, sí, pero tampoco tengo otro lugar al que ir”, suspira Etienne. Durante todo este tiempo sobreviven gracias a los alimentos que reciben de las Misiones Africanas y de la Cruz Roja. Dicen comer una vez al día.
En la refriega de aquel entonces, Jerry perdió de vista a su mujer y a sus dos hijos. Ha pasado un año y no sabe cómo localizarlos. “Me han dicho que vieron a mi grupo, con mi familia incluida, en la frontera de Lesotho, pero no sé si será verdad”, cavila el hombre. Y no, no se sabe de memoria el número de nadie. Ante su ignorancia, a Marrieth se le ocurre otro recurso que quizá sirva: el programa Tracing the Faces.
“Es un servicio nuevo en Sudáfrica que empezó en 2019 y que ha funcionado muy bien en el Mediterráneo en años anteriores”, aclara después Talent Moyo, coordinador del programa. “Aquí de momento hemos elaborado 68 perfiles y no hemos tenido todavía ninguna coincidencia, pero yo espero que con el tiempo, cuantos más se publiquen y se difundan, podamos reunir a más familias”.
La voluntaria enseña a los congoleños un póster donde se presentan los retratos de muchas personas, un poco como el de los carteles de la policía de “se busca”. Pero estos son en el buen sentido: la Cruz Roja los distribuye por todas partes y, si alguien reconoce un rostro, llama a la organización y da sus datos. Quizá la esposa de Jerry le identifique si este accede a hacerse una foto y dejar que se difunda. “Me parece fácil, es buena idea”, responde. Tanto él como John Nsombo deciden apuntarse. Luego, cuando Marrieth se marcha, los cuatro refugiados se quedarán en la casa. Sin trabajo, sin dinero, sin papeles y sin nadie a quien recurrir, les queda esperar un golpe de buena fortuna.
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