Ellos lo vivieron primero: cuando viene la peste

Sobre cómo los pueblos indígenas amazónicos sufrieron numerosas epidemias, murieron por miles y se confinaron decenas de veces, como hoy se hace en casi todo el mundo urbano

Uno de los cuadros del artista indígena Brus Rubio al carboncillo en el que plasma la tragedia actual de la pandemia y el vínculo entre hombre y naturaleza.Brus Rubio

“El pueblo awajún y el pueblo wampis salieron de sus campamentos y se fueron al monte, pero igual se contagiaron de covid”, explica desde su lecho de recuperación de la misma enfermedad Gil Inoach, un indígena de la primera de estas etnias, quien fue, de 1992 a 1996, presidente de la Asociación Interétnica para el Desarrollo de la Selva Peruana (AIDESEP). Se cuida al hablar, hace pausas, porque el mal no se ha ido totalmente de su cuerpo.

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Está en Yurimaguas, una ciudad del nor-oriente selvático peruano, y desde su voz cautelosa comienza a hilvanar sus recuerdos de esta pandemia y de epidemias anteriores, que guarda con intensidad. “Cuando yo tenía seis años vivía en Yurapaga, una comunidad awajún, y nos escapamos del sarampión metiéndonos adentro del monte. Era 1972 y allí nos quedamos como un mes”, narra.

De pronto, su memoria se activa y trae más episodios: su padre, César Inoach –quien también sufrió de covid recientemente- le contó varias veces que en 1957 el sarampión también llegó por esos territorios indígenas y que, como entonces no sabían protegerse, varias personas se metieron a un solo refugio y allí fallecieron. “En una casa llena se murieron todos, pero él se salvó. Tal vez por eso cuando escuchó que ese virus volvía por la zona, decidimos huir”.

Indígenas de la etnia bora en los crueles tiempos de la fiebre del caucho.Archivo CAAAP

En el 72 solo volvieron varias semanas después a su comunidad, al enterarse gracias a indígenas que recogían información de pueblos cercanos, que el brote se había alejado. En la larga y trágica historia sanitaria de los indígenas amazónicos, esa secuencia se ha repetido varias veces: aparecen enfermos, no se sabe de qué se trata, o se conoce ya el mal, algunas personas huyen al monte, otras se quedan. Estas últimas suelen sufrir más.

La memoria del impacto de las enfermedades entre los pueblos indígenas encierra actitudes de alerta y el desarrollo de estrategias para tratar de mantenerse a salvo de estas”, sostiene la antropóloga Beatriz Huertas

En el ensayo El efecto de las pestes sobre las poblaciones de la Amazonía Alta, publicado en 1988 en la revista Amazonía Peruana, el antropólogo Thomas P. Myers da cuenta de un rosario macabro de epidemias que asolaron esta región por siglos. Según él, algunas enfermedades habrían sido llevadas allí por Francisco de Orellana y sus hombres hacia 1541. Entre ellas la viruela, que ya había golpeado duramente al Imperio Inca.

Las mil y un epidemias

En 1638 hubo un brote de sarampión, justo en la zona donde Gil y su padre huyeron del mismo mal en 1972. Entre 1654 y 1655 volvió la viruela, en lo que hoy son los territorios amazónicos de Brasil y Perú, y habría provocado la muerte de 80.000 indígenas en las misiones jesuitas. En 1660 entró de nuevo el sarampión y fallecieron otros 60.000, de las etnias maina, roamaina y zapa. Es bastante larga la cadena de espanto que llega hasta hoy.

Gil Inoach, líder indígena de la etnia awajún. Sufrió de covid, huyó del sarampión cuando era niño y está convencido de que la selva provee.Gil Inoach

Los españoles y portugueses también sucumbían, pero los indígenas cargaban la parte más fatal de los contagios. Hacia 1704, siempre de acuerdo a Myers, habrían muerto 70.000 de la etnia patanahua por las pestes, al punto que casi se extinguen. No habría que ir tan atrás: en el 2005, UNICEF informó que una epidemia de hepatitis B, en el Alto Amazonas (la zona descrita por Myers), puso en severo riesgo a la etnia candoshi.

“La memoria del impacto de las enfermedades entre los pueblos indígenas encierra actitudes de alerta y el desarrollo de estrategias para tratar de mantenerse a salvo de estas”, sostiene la antropóloga Beatriz Huertas, quien conoce bien las aventuras dolorosas de estos pueblos, tanto de los contactados como de los que están en aislamiento. De hecho, estos últimos viven así hasta hoy porque huyeron para evitar virus e invasores diversos.

Males, balas y patrones

“Yo no me enfermé porque tomé remedios vegetales”, afirma Marcela Roque, una indígena de la etnia bora que, a sus 80 años, conserva una lucidez que ilumina el bosque. Para ella, el sacha ajo y otras plantas medicinales, le ayudaron a sobrevivir la covid. Nunca se contagió, aun cuando vive en la comunidad de Pucaurquillo, donde la pandemia llegó con fuerza en el 2020. Es jefa de una maloca, una casa comunal amazónica.

Para Marcela Roque, una indígena de la etnia bora, el sacha ajo y otras plantas medicinales, le ayudaron a sobrevivir la covid

Todavía guarda un manguaré (instrumento de percusión indígena), heredado de sus antepasados, pero a la vez abriga el recuerdo de varias epidemias, así como el de la impronta de la guerra que Perú y Colombia protagonizaron entre 1932 y 1933. También la memoria de la brutal fiebre del caucho de esos años. “Entonces había sarampión”, cuenta y, como en el caso de Gil, dice que fue su padre el que condujo un éxodo hacia otros lugares.

Los bora inicialmente vivían en la cuenca del río Putumayo, donde estalló el conflicto fronterizo entre los dos países, en un tiempo en el cual el empresario Julio César Arana había implantado a sangre y fuego un imperio para la explotación cauchera. Mantuvo a los indígenas en condiciones de escandalosa esclavitud, lo que ocasionó que en el contexto del enfrentamiento algunos huyeran más adentro de territorio peruano.

Los perseguían el sarampión, la guerra y la crueldad de los hombres de Arana. La familia de Marcela fue una de las que huyó hacia la zona de Pebas, en el departamento amazónico peruano de Loreto, y ella vivió la resaca de todo eso siendo niña. “Yo vi gente enferma. Entre ellos mi hermana”. Los indígenas que se internaron en Colombia también se contagiaron de sarampión y murieron por centenares.

El antropólogo Alberto Chirif en su libro Después del caucho, refiere que el virus habría sido a territorio colombiano por buques del Ejército Peruano durante el conflicto. María escuchó esos relatos horrendos en su propia familia, pero además en años más recientes vio cómo llegaban a Pebas enfermedades como el cólera, la tos ferina, la tuberculosis, para clavarse en su comunidad. Y finalmente arribó la covid-19.

Su nieto, Brus Rubio, ahora es pintor e hizo varios cuadros a carboncillo durante la pandemia, “pensando en sus ancestros” y procurando retratar el drama de hoy y el del pasado. “Nosotros nos enfermamos pero tenemos fortaleza”, sentencia, al recordar que su clan familiar está asociado al pelejo, una especie de oso perezoso “muy resistente a las lluvias”. En sus dibujos , los hombres y animales aparecen ayudándose.

El bosque providencial

“El bosque o monte, como refugio protector frente a amenazas que pueden ‘devorar’ su espíritu y ponen en riesgo su salud, funciona como un disco duro en la cultura de los pueblos indígenas amazónicos”, afirma Ismael Vega, director del Centro Amazónico de Antropología y Aplicación Práctica (CAAAP). No es extraño, por eso, que durante la actual pandemia varias etnias se hayan refugiado en la selva y hayan cerrado sus fronteras.

La historia de vida de Pablo Yorike, un líder de la etnia harakbut que habita en la selva sur del Perú, lo confirma. Ha sido escrito por Yesica Patiachi, su nieta, y cuenta cómo pudo lidiar con cuatro epidemias entre los años 1945 y 1947, tras entrar en contacto con los dominicos. “Logra sobrevivir gracias al bosque; él y su familia se refugiaron allí y consumieron productos y hierbas de la zona, disfrutaron del aire nuevo”, se lee en el texto.

No tienen defensas para algunos virus o bacterias, como ocurrió desde inicios de la colonia (las grandes aliadas de los conquistadores fueron las enfermedades), y tampoco una infraestructura sanitaria que los sostenga. Por eso, optan por meterse al monte

Es más o menos lo que cuentan Marcela y Gil: el bosque como recurso providencial, como sitio donde la vida es mejor, y en el cual hay animales, peces, plantas que salvan y, por supuesto, la presencia de los ancestros. Pablo, además, era “dueño de innumerables cantos curativos y conjuros para curar los males espirituales de los harakbut”, algo que no se puede desvincular de la lucha contra las enfermedades en el mundo indígena.

El doctor Omar Trujillo, especialista en salud intercultural, tiene una interpretación de estas respuestas. “Desde tiempos ancestrales la cosmovisión de la población indígena en el tema de su salud ha sido integral. Siempre han estado asociados persona y ambiente, y el modo de enfrentar las enfermedades de estos pueblos ha sido aislándose, poniendo barreras físicas. Pasó igual con la covid-19”. No tienen defensas para algunos virus o bacterias, como ocurrió desde inicios de la colonia (las grandes aliadas de los conquistadores fueron las enfermedades), y tampoco una infraestructura sanitaria que los sostenga. Por eso, optan por meterse al monte, tal como ocurrió en los últimos meses con las familias de Gil, de Marcela, de Yesica. Buscan su propia salvación, pero incluso pueden ayudar a otras personas a salvarse.

Hay algo que quizás no se está valorando: ante las epidemias, y acaso por siglos, los indígenas nos han enseñado cómo sobrevivir, y a la vez el arte del aislamiento, hoy practicado en todo el mundo

En los meses pasados, los bora abastecieron de alimentos –pescado, animales, plátanos, yucas– al puerto de Pebas, donde más bien viven pobladores ribereños (habitantes que no son indígenas, pero está asentados en la selva). Hay algo que quizás no se está valorando: ante las epidemias, y acaso por siglos, los indígenas nos han enseñado cómo sobrevivir, y a la vez el arte del aislamiento, hoy practicado en todo el mundo.

Resistir o morir

Pablo Yorique murió en el 2019, sin recibir de parte del Estado peruano el título de ‘Personalidad Meritoria de la Cultura’, que su familia había solicitado, a pesar de que sus relatos orales sirvieron para varias investigaciones. Gil Inoach sobrevivió a la covid-19 y continúa siendo un referente en el mundo indígena. Marcela sigue viviendo en Pucaurquillo, donde es considerada una mujer muy respetable.

Brus Rubio, su nieto, continúa pintando, según él mismo “para mantener la esperanza en la vida”. Lo mismo hace Lastenia Canayo, una indígena de la etnia shipibo-konibo que ha tratado de retratar sobre sus lienzos incluso al propio virus, como testimonio de estos tiempos dolorosos. De tantos y tantos indígenas que cayeron a lo largo de los siglos, por las enfermedades del cuerpo y del alma.

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