El pueblo donde no se pone el sol
Hace 30 años, Massaca era una aldea donde la pobreza, la malnutrición y el cólera campaban a sus anchas y los servicios sanitarios y educativos brillaban por su ausencia. Un cuarto de siglo de trabajo vecinal y cooperativo ha dado sus frutos
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En Massaca siempre hay algo que hacer. Así ha sido desde hace 30 años por lo menos, cuando llegaron el misionero portugués Jose María Ferreira y la brasileña Quitéria Torres, que no era religiosa, pero conoció al sacerdote y se unió a él. En 1991 se instalaron en un terreno cedido por el Gobierno de este área rural del sur de Mozambique con el propósito de abrir un centro de acogida a niños huérfanos: corrían los últimos años de la guerra civil y los estragos eran cuantiosos; entre otros, la cantidad de menores de edad que habían quedado sin amparo.
Hoy esta casa sigue en pie y aloja a 150 niños desde los tres años a los que se da cama, comida, educación y, sobre todo, un hogar. Es la Casa do Gaiato, y de ella han nacido y crecido infinitas ramas con el andar de los años, todas encaminadas en una misma dirección: mejorar la calidad de vida de sus habitantes. Massaca ha florecido después de tres décadas de una labor iniciada por extranjeros, pero heredada y continuada por los propios interesados: los vecinos.
En Massaca, de unos 10.000 habitantes, la vida campestre transcurre con una placidez no exenta de problemas con los que lidiar cada día: la desnutrición crónica, el escaso acceso a servicios sanitarios y educativos, la sequía de los últimos años, el agua contaminada, la incidencia de enfermedades como VIH y tuberculosis… Siempre, en un país situado a la cola del Índice de Desarrollo Humano; es decir, uno de los más empobrecidos del mundo. Ante semejante lista, cualquiera pensaría que este es un infierno. Pero, como en cualquier historia, existe una cara más amable.
“Con el andar de los años, Massaca se ha transformado. Ha sido un trabajo muy integrado porque no podíamos atender un problema y dejar de lado otro”. Así resume María José Castro el fenómeno del que ha sido testigo durante los 20 años que lleva por estos lares. Llegó de su A Coruña natal en el 2000 con sus conocimientos de enfermería para abordar un proyecto “grande” de atención sanitaria, dice, durante seis meses.
Se encontró un panorama de posguerra: población muy pobre en un entorno sembrado de minas –esta fue una zona donde pusieron especial dedicación tanto la Frelimo como la Renamo–, y donde las enfermedades campaban a sus anchas. “Cinco o seis niños que fallecían a diario por diarrea y cólera, otros tantos por desnutrición… El VIH era algo que se conocía de oídas, y por supuesto nadie se hacía la prueba ni tomaba su medicación”, recuerda Castro. Esto, por citar solo algunas de las urgencias.
Con esos mimbres, Castro se unió a Quitéria Torres, al padre José María Ferreiras y a Almerinda Pedro, una mujer a la que hoy llaman todos Tía Minda y que es la que más sabe del estado de salud de sus convecinos. Ellos componen una parte de la Fundación Encontro, organización mozambiqueña establecida para coordinar el desarrollo rural de la aldea y en la que, salvo Castro y Torres –el padre Jose María falleció en 2016– prácticamente todo su personal es nativo.
Se pusieron manos a la obra y siempre con el apoyo económico del exterior, todo hay que decirlo. Porque sin dinero, la buena voluntad se queda corta. La ayuda, en este caso, vino de España: principalmente de la Agencia Española de Cooperación y Desarrollo (AECID), que aporta financiación desde hace 25 años. También participan otros donantes privados, desde particulares hasta organizaciones como Prosalus, el Fondo Gallego, ayuntamientos como el de Calahorra, Fuenlabrada y Alcobendas, en Madrid. Buena parte de ese apoyo que viene, sea grande o pequeño, es canalizada por la Fundación Mozambique Sur.
Queríamos resolver problemas que sufríamos en nuestras propias familias. Y no podíamos abordar uno sin hacer caso a otroGonçalves Henriques Ntambalica, miembro de la Fundación Encuentro
“Desde el principio, lo bueno de este proyecto es que todos éramos vecinos que queríamos resolver problemas que sufríamos en nuestras propias familias. Y no podíamos abordar uno sin hacer caso a otro. Y sigue siendo así: cuando aún no estamos alegrando porque hemos encontrado una solución a algo, ya tenemos que empezar a preocuparnos por otra cosa”, afirma Gonçalves Henriques Ntambalica, vecino e implicado desde los orígenes, desde su despacho de la Fundación, en el centro del pueblo.
En definitiva, que no se podía prestar atención al estado nutricional del recién nacido si no se abordaba también la alimentación que llevaban las madres, pero ellas no podían comer bien si no tenían recursos para hacerlo. No había recursos si no se preocupaba alguien por mejorar su nivel de ingresos; a su vez, estos no aumentaban si no tenían una ocupación… Y así, todo entrelazado siempre en una infinita cadena de desafíos.
La salud es lo primero
Hoy, lo primero de lo que se pueden enorgullecer en Massaca es de su centro de salud, dotado de un pabellón de consultas externas, otro de atención para madres y embarazadas, y otro más para tratar la malnutrición infantil. También hay un centro de fisioterapia que gestiona el Ministerio de Sanidad. Aquí se atienden unas 25.000 consultas anuales, tanto por sanitarios enviados por el Gobierno como por otros miembros de la comunidad que han sido formados en enfermería y disciplinas similares.
En el centro de atención antenatal, la sala de espera, al aire libre, está repleta de madres con sus bebés. Hoy toca pesarlos, pues, entre otras cosas, se controla que no estén desnutridos o malnutridos. “Aquí ya no hay casos graves, no hay niños que lleguen al marasmo como ocurría antes. Pero sí que queda una malnutrición crónica en menores que están aparentemente bien, quizá un poco más pequeños de lo normal para su edad, pero que en realidad no están siendo alimentados correctamente, quizá porque solo comen gachas de maíz o berza… Les faltan nutrientes y sus madres no lo saben, o no saben de dónde sacarlos”, ilustra Tía Minda. Según la memoria anual de la Fundación, la malnutrición ha descendido un 30% desde el inicio de los programas alimentarios. Esto, en un país donde el 43% de los menores de cinco años padece esta dolencia, según Unicef.
Para las madres y niños con este problema existe el área de nutrición, que a su vez está relacionada con el de seguridad alimentaria. En la sala de día, madres e hijos son alimentados con productos nutritivos varias veces y a ellas también se les enseña cómo usar mejor la materia prima a su alcance para poder dar una alimentación más equilibrada y regular a sus hijos. “Por ejemplo, aprenden a hacer conservas con vegetales como el plátano o la berza, que es un vegetal abundante. Así pueden recurrir a ellas cuando se acaba la temporada y escasea”, cuenta Castro.
Algunos de los productos en conserva que las madres aprenden a fabricar se exhiben sobre la mesa de la terraza del pabellón de activistas de sensibilización comunitaria Khumbuka, un grupo de más de 40 jóvenes del pueblo con edades entre los 18 años y los 30. Muchos de ellos ya son líderes en sus comunidades, y gracias a ellos se ha conseguido mejorar la asistencia sanitaria, la nutrición de los niños, la salud de las embarazadas…”, indica Maru Cornejo, coordinadora del grupo.
Gracias a los activistas de Khumbuka se ha conseguido mejorar la asistencia sanitaria, la nutrición de los niños, la salud de las embarazadas
Estos activistas reciben una formación de un año en el que, al tiempo que estudian la teoría, empiezan a salir a hacer visitas con compañeros experimentados. Así pueden poner en práctica lo aprendido. Todos tienen una instrucción común y una más específica en algún campo concreto. Sin ellos, Massaca no habría llegado tan lejos, alaba todo el que los conocen. Durante la pandemia, estos jóvenes fueron casa por casa interesándose por la salud de sus inquilinos. Al que le hacía faltaba medicación para su enfermedad crónica, se la llevaban; a la embarazada la convencían para ir al centro de salud a hacerse revisiones prenatales; si había un niño malnutrido también se ocupaban de que fuese atendido; si descubrían un caso de diarrea, investigaban de dónde venían y proporcionaban sobres de cloro para limpiar el agua. “Gracias a esto, no tuvimos ningún enfermo durante las inundaciones de febrero”, asegura Ivania Uqueio, una de las activistas.
Una aldea de niños
No hace falta recurrir a ninguna estadística ni censo para hacerse una idea de la composición poblacional de Massaca. Al primer paseo se percibe que es una aldea de niños y adolescentes. Están por todas partes. No en vano, Mozambique es un país con una edad media de 17 años. Según los cálculos de María José Castro, hay unos 2.500 estudiantes de Secundaria matriculados en el instituto. En el colegio público de la localidad, otros tantos. Y para que todos puedan acudir a clase se hacen turnos diurnos y nocturnos.
Además de los centros públicos, está la escuela de educación Primaria Padre José María, bautizada así en 2016 tras el fallecimiento del misionero. A ella acuden 622 niños y niñas y está supervisada por un consejo de tres gestores, todos ellos de Massaca. Entre ellos, Antonio Mubetei, que además es el director. “Somos un centro oficial concertado desde 2020: el Ministerio pone seis maestros, y los padres de los alumnos pagan el resto de los docentes y demás gastos. Cuesta unos 700 a 1.000 meticales al mes (entre nueve y 12 euros), según las posibilidades de cada familia. Y para los niños de las que no pueden pagar, Encontro proporciona becas de estudios; tenemos 103 becados ahora mismo”, explica.
En las clases, los niños reciben la visita de Mubetei en silencio, muy obedientes, con sus uniformes de camisa amarilla y pantalón gris. En una, cantan una canción; en otra, bailan; en la siguiente, celebran un concurso de multiplicaciones. En el aula de los del último grado de Primaria, cuentan qué quieren ser de mayores. Una quiere ser modelo; otra, maestra. Otra, no sabe. Pero casi todas se decantan por la medicina, para regocijo del director.
Muy cerca de la escuela se encuentran las instalaciones del centro de formación profesional. “Ofrecemos contabilidad, emprendimiento, albañilería, hostelería, informática, costura, electricidad... enumera Mubetei. “El objetivo del año pasado era formar a 500 chavales, pero por la covid-19 no llegamos a 300”. Ahora acaba de abrir el de costura, y en el aula donde se imparte, dos alumnos atienden a las explicaciones de la maestra sobre técnicas de patronaje.
La sala de electricidad está vacía, sin embargo, porque el curso está a punto de comenzar, pero ya tiene todo preparado: el gel, los pupitres distanciados y los cuadros eléctricos de muestra bien exhibidos. Un poco más lejos, unos muchachos formados en albañilería fabrican piezas de cemento que servirán para construir las nuevas instalaciones. Y, en frente, Lina, exalumna de cocina, ofrece bocadillos, refrescos y el famoso café batido de Mozambique. La vida fluye.
La última escuela de educación infantil inaugurada hace un mes se construyó con el dinero recaudado en un concierto de los raperos Ayax y Prox en Madrid
Como ya se ha dicho, en Massaca nunca se deja de trabajar. El último logro de este pueblo ha sido abrir su quinta escuela de educación infantil y la primera en el barrio de Massaca Cuatro. Y este centro o “escolinha”, que la llaman por aquí, tiene una historia pintoresca, porque ha sido construida con el dinero recaudado en un concierto celebrado en Madrid hace un par de años. Lo organizaron los raperos Ayax y Prok en Las Ventas y debió ser un éxito, a juzgar por el resultado: tres relucientes casitas de una sola planta que alojan las aulas de los 45 alumnos de tres, cuatro y cinco años matriculados, además de una cantina y una cocina, pues también almuerzan aquí. “La educación es importante, así que cuanto antes empiecen, mejor. Estos niños llegarán luego al colegio sabiendo leer y escribir”, asegura con orgullo Vicente Sono, uno de los miembros del consejo ciudadano que gestiona la escuela.
La luz del atardecer recorta ya las siluetas de los árboles y deja entrever el polvo en suspensión que levantan a su paso los escasos automóviles que atraviesan la vía principal de Massaca. A ambos lados de ella, los comercios echan el cierre, y niños y adultos aprietan el paso para llegar al hogar antes de que oscurezca. El sol se pone en un abrir y cerrar de ojos, y la vida se detiene. Pero es algo momentáneo. Con las luces del nuevo día y el canto del gallo la actividad resurgirá, porque en Massaca queda mucho por hacer y aquí nadie se permite un respiro.
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