Nuevo manual para gobernar el mundo
El multilateralismo del siglo XXI construido tras la Segunda Guerra Mundial se asoma al precipicio tras dos décadas de debilitamiento económico, político y narrativo del sistema de gobernanza internacional. El futuro del desarrollo sostenible depende de nuestra habilidad para reformarlo y mejorarlo
— ¿Cree que la quema de combustibles fósiles provocada por el hombre está calentando peligrosamente el planeta?
— Ni siquiera lo sé. No soy un científico.
Fue una contestación de ocho palabras, pero tuvieron el efecto de ocho clavos en el ataúd de la reputación del Banco Mundial. Cuando, el pasado mes de septiembre, su presidente, David Malpass, se apuntó al juego del nihilismo climático del partido Republicano al que le debía el puesto, muchos decidieron que era hora de romper la baraja. “¡Necesitamos un nuevo líder del Banco Mundial, por el amor de Dios! ¡No podemos tener a un negacionista climático al frente del Banco Mundial!”, estalló Al Gore poco después en un evento organizado por The New York Times.
Malpass reculó, pero el daño ya estaba hecho. El fiasco climático se sumaba a una sucesión de críticas por la ineficacia del Banco en materia de reducción de la pobreza o por su escaso apoyo a países de renta media asfixiados por la deuda postpandémica. A principios de este mismo año se anunciaba un “nuevo programa de reformas” que incluye la reestructuración de buena parte de su equipo directivo, pero no de su presidente.
No hay nada excepcional en la crisis del Banco Mundial. Las instituciones económicas internacionales llevan años en el ojo de un huracán que está barriendo el modelo de gobernanza multilateral como lo conocimos. Las dos últimas décadas han sido testigo del debilitamiento económico, político y narrativo de un sistema construido tras la Segunda Guerra Mundial y que tuvo su apogeo en el período de hiperglobalización (tal como lo acuñó Dani Rodrik) de los años noventa.
El comunitarismo global y sus instituciones han respondido mal a una sucesión de desafíos existenciales: crisis financieras, proliferación de la desigualdad y la precariedad
Desde entonces y hasta ahora, el comunitarismo global y sus instituciones han respondido mal a una sucesión de desafíos existenciales: crisis financieras, proliferación de la desigualdad y la precariedad, reacción nacionalpopulista y retorno del proteccionismo. Como un sistema vascular envejecido, el régimen multilateral ha reaccionado a estas crisis de manera lenta y con una extraordinaria rigidez, incapaz de reflejar la evolución de los mapas globales de poder y las aspiraciones de actores no gubernamentales.
Todos los intereses comunes —desde la seguridad energética a la paz— se resienten con esta deriva, pero en pocos territorios los efectos pueden ser más graves que en el del desarrollo sostenible. Para ser claros, la lucha contra la pobreza no necesita un contexto hiperglobalizado –mucho menos uno de corte neoliberal– pero en ningún caso puede prescindir de mecanismos multilaterales de toma de decisiones y gestión de recursos. Todos y cada uno de los grandes desafíos del desarrollo –seguridad alimentaria, movilidad humana, salud global, emergencia climática– precisan de acciones concertadas y garantías de una respuesta ajustada a las capacidades y necesidades de cada parte.
Hoy existe un consenso razonable en que lo que tenemos no cumple esos objetivos, si es que alguna vez lo hizo. Se extiende la percepción de que Naciones Unidas y su Consejo de Seguridad reflejan un mundo que ha desaparecido. Algunas de las principales agencias de desarrollo, como la UNESCO (educación), el PNUD (pobreza) o la propia Organización Mundial de la Salud (OMS) son caricaturizadas como actores inanes con un alto coste para los contribuyentes. Y los organismos económicos internacionales, como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, parecen alimentar los problemas de los países pobres con recetas monotonales de ajuste, mientras acuden tarde y mal al rescate cuando estos se ahogan en crisis.
Iliana Olivié, investigadora principal del Real Instituto Elcano para políticas de desarrollo y profesora de la Universidad Complutense de Madrid, encuentra una explicación a este sentimiento: “Quien tuvo, retuvo. Y el sistema multilateral que tenemos hoy se gestó al calor del optimismo antropológico que reinaba tras la Segunda Guerra Mundial. Los retos del desarrollo se percibían más simples de lo que eran. De hecho, eran menos complejos de lo que son hoy.”
Todos y cada uno de los grandes desafíos del desarrollo –seguridad alimentaria, movilidad humana, salud global, emergencia climática– precisan de acciones concertadas
Por si fuera poco, y para asombro de quienes consideramos que la Agenda 2030 se está quedando en una relación de buenas intenciones, los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) se han convertido en una improbable arma arrojadiza de las guerras culturales. Una parte minoritaria pero tumultuosa de la opinión pública ven en el círculo multicolor un símbolo de la amenaza “globalista” y un objetivo a batir.
Justificadas o no, estas críticas han ido calando en el ánimo de las audiencias. De acuerdo con la encuesta que realiza el Pew Research Centre desde 2004 en 20 países de la OCDE –de los que depende la financiación del sistema–, la opinión sobre Naciones Unidas ha empeorado de forma significativa en todos los casos menos en el del Reino Unido. Lo interesante es que los indicadores repuntan durante los dos últimos años como consecuencia de la pandemia, lo que sugiere que la percepción de riesgo colectivo lleva a la gente a apreciar las respuestas e instituciones comunes.
Este efecto inesperado de la covid-19 ofrece una pista interesante sobre nuestras opciones. Ante la crisis del sistema de cooperación internacional, los académicos de la Kennedy School de Harvard Dani Rodrik y Stephen Walt proponían en un reciente artículo para Foreign Affairs la siguiente encrucijada: una posibilidad es aceptar un escenario de competición acelerada –entre China y EEUU, entre autocracias y democracias liberales, entre potencias comerciales–, la remilitarización de medio planeta y la brecha digital; la otra es apostar por un modelo renovado de multilateralismo que acepte la competencia (feroz, incluso) en algunos ámbitos, pero garantice la cooperación donde esta es aceptada como imprescindible: cambio climático, salud global o uso de armas de destrucción masiva, por ejemplo. Se trata de reconstruir mejor el multilateralismo, como sugiere un término que se ha hecho popular entre los académicos del desarrollo.
La virtud de ese nuevo orden internacional reside en un triple equilibrio: entre los Estados que deben garantizar su legitimidad; entre los componentes de una agenda que debe resultar relevante pero asumible; y entre los actores que deben facilitar la viabilidad de esta. Menos reglas del juego, pero más claras. También compromisos adaptados a las necesidades de los países –un principio groseramente ignorado en el proceso de liberalización comercial, por ejemplo–, partenariados innovadores e instituciones con dientes para garantizar su cumplimiento.
Se trata de un equilibrio delicado y complejo, pero no imposible, como demuestra el campo de la salud global. Después de tres años de una pandemia devastadora, muy pocos ponen en duda la necesidad de un sistema cooperativo de prevención y respuesta ante riesgos sistémicos de salud. Tampoco es muy discutible que el organismo multilateral de referencia, la OMS, y sus brazos regionales han demostrado estar pobremente preparados para desafíos de este tipo. Sus limitaciones fueron suplidas por la acción concertada de un puñado de organizaciones público-privadas nacidas en este siglo, como el Fondo Mundial, GAVI o CEPI. Impulsados por la filantropía internacional y por mecanismos informales de gobernanza –como el G20– estos nuevos actores han demostrado un talento disruptivo para atraer recursos y actuar a escala, movilizando a gobiernos del Norte y Sur global, compañías privadas y agencias internacionales.
Esto no significa que se deba prescindir de la OMS. Al contrario, la pandemia ha puesto de manifiesto la necesidad de un organismo internacional fuerte, representativo y con iniciativa política. El asesor especial en salud del Centro Sur de Ginebra, Germán Velásquez, lamenta “la incapacidad de la OMS de ejercer su papel de gobierno de la salud mundial”. “No se puede gobernar con recomendaciones de buena voluntad”, añade. “Es necesario poder emitir directivas y normas de carácter vinculante”. Esta constatación es la que ha abierto la puerta al proceso de reformas de la salud global más prometedor en décadas. A pesar del estado político de excepción creado por la guerra en Ucrania, en este momento se discute la transformación del sistema de gobernanza y financiación de la OMS, se ha abierto la negociación de un Tratado Internacional de Pandemias y proliferan las iniciativas para fortalecer la capacidad de respuesta de las regiones de menos recursos, como África.
Otros sectores del desarrollo han demostrado también una relativa capacidad de adaptación. Las negociaciones contra el calentamiento global se rigen por la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (UNFCCC, por sus siglas en inglés) y el Acuerdo de París de 2015, y se estructuran alrededor de las Conferencias anuales de las Partes (COP). Sin embargo, el proceso oficial se ha beneficiado de manera creciente del asesoramiento técnico de la comunidad científica –a través del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés)– y de la permeabilidad a otros actores privados e institucionales.
Si queremos seguir caminando hacia adelante, estamos obligados a adaptar las reglas e instituciones internacionales a la realidad y los desafíos de nuestro tiempo
Las negociaciones oficiales han ido en paralelo a una frenética actividad para regular y estimular la contribución de estos actores. La OCDE, el G20 y el FMI han sido claves para definir mecanismos fiscales y de mercado que estimulen la reducción de emisiones y la inversión en energías renovables. La comunidad financiera ha respondido de manera incremental a estos estímulos y a la presión creciente de los ciudadanos a través de inversores institucionales conscientes de su responsabilidad. Esta forma de gobierno de un bien público global como el clima responde menos a las razones de poder duro y formal que a la gestión inteligente de los intereses y capacidades de todas las partes.
¿Podemos afinar y extender estos modelos? La gobernanza multilateral del siglo XXI precisará mejores ideas y mecanismos innovadores de colaboración, pero su único fundamento no es muy diferente del que expresaba el secretario del Tesoro estadounidense Henry Morgenthau Jr. en la clausura de la conferencia de Bretton Woods (julio de 1944): “Existe la curiosa noción de que la protección de los intereses nacionales y el desarrollo de la cooperación internacional son filosofías contrapuestas; de que, de un modo u otro, los hombres de diferentes naciones no pueden trabajar juntos sin sacrificar los intereses de sus naciones particulares. (…) Sin embargo, ninguno de nosotros ha encontrado incompatibilidad alguna entre la devoción a sus propios países y la acción conjunta. Al contrario, hemos comprobado que la única salvaguardia real de nuestros intereses nacionales reside en la cooperación internacional”.
Bretton Woods logró que 44 países aliados acordaran la creación de un sistema de instituciones y reglas que promoviese la estabilidad financiera y el progreso económico en el período de posguerra. Con sus virtudes y limitaciones, estas y otras organizaciones creadas en esos años han sostenido uno de los períodos más prósperos, pacíficos y estables de la historia de la humanidad. Si queremos seguir caminando hacia adelante, estamos obligados a adaptar las reglas e instituciones internacionales a la realidad y los desafíos de nuestro tiempo. El gobierno global de nuestros intereses comunes no es discutible, pero sí el modo en que este debe ser ejercido.
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