La salud mental de Bangladés, una misión de vida para Monira Rahman
La activista, inspirada por las adversidades de su propia vida, se ha convertido en una abanderada de una lucha olvidada en su país
Aunque la activista bangladesí por los Derechos humanos Monira Rahman (Jessore, 1965) no profesa ninguna religión, cree que todas las mujeres están representadas a través de la Durga, una diosa hinduista con diez brazos que empuña un arma de lucha distinta en cada uno. En su caso, la Durga encarna las batallas que ha enfrentado desde niña y su trabajo durante los últimos 30 años. Rahman ha defendido a las comunidades marginadas de Bangladés, ayudado a las víctimas de ataques con ácido y, desde 2013, se ha dedicado a promover la protección de la salud mental en el país mediante su fundación Innovación por el Bienestar, que opera en la ciudad capital de Dacca. “Tener un propósito en la vida de otros le dio el sentido a mi propia vida”, afirma con una sonrisa mientras contempla las calles Bilbao por la ventana.
A inicios de junio, Rahman fue invitada al País Vasco como delegada de Bangladés en la primera Cumbre de Bienestar, una iniciativa que reunió a más de un centenar de líderes mundiales que trabajan por el buen vivir de sus comunidades. Su labor como una figura pública de la lucha social en su país es el resultado de la adversidad. “A los seis años fui testigo de la muerte de mi padre. Mi madre se quedó sola al cuidado de seis hijos. Nuestra casa fue saqueada y quemada. Nos quedamos en la calle”, relata la mujer de 57 años, que apela al recuerdo de una infancia corrompida por la guerra de independencia de Bangladés, a principios de los setenta.
La tragedia familiar despertó en Rahman una conciencia prematura de la realidad de su entorno y de sus limitaciones como mujer. “Jugar con niños representaba una vergüenza para mi familia, porque no podía ser vista en compañía de hombres”. A pesar de los estándares sociales, labró su propia concepción del mundo. “No era una chica tradicional. Me cuestionaba las cosas y no soportaba las injusticias”, señala. Al terminar sus estudios universitarios de Filosofía en Dacca, empezó a trabajar en la organización Concern Worldwide, en defensa de las personas sin hogar y las trabajadoras sexuales. Logró que el Gobierno revisara una ley que arrestaba a las personas con problemas mentales abandonadas a su suerte en las calles.
Me refugié en el trabajo. Saber que había gente que me necesitaba me mostró el camino para seguir viviendoMonira Rahman
Años después, pese a que su voz ya había hecho eco de luchas ajenas, Rahman enfrentó el peso de su papel de madre y esposa, en un drama que padeció en solitario. “En 1997 sufrí una depresión posparto e intenté suicidarme”, relata sin parpadear. Entre las paredes de un hogar indiferente, el atracón de pastillas de Monira fue sepultado. “Mi marido no volvió a tocar el tema. Todo siguió como si no hubiese pasado nada”. Su labor como activista le dio una causa a la que aferrarse. “Me refugié en el trabajo. Saber que había gente que me necesitaba me mostró el camino para seguir viviendo”.
En 1999, la activista se unió a la Fundación de Víctimas de Ataques con Ácido, la cual empezó a liderar en 2002. Durante sus 15 años en la organización fue testigo de miles de historias de supervivientes, en su mayoría protagonizadas por niñas. Entre los muchos testimonios que recuerda viene a su mente el de Gozilla. “Tenía 17 años y fue atacada por uno de sus primos”. La joven dejó de esconderse y entendió que no era responsable de lo que le había pasado, tras tres años de cirugías de reconstrucción facial y acompañamiento psicológico en la fundación. “Le pregunté por qué había decidido descubrir su rostro y respondió: porque sé que no fue mi culpa”, cuenta Rahman. Aún sigue en contacto con Gozilla y celebra orgullosa que la joven ahora es enfermera y tiene una familia en Australia.
El duro proceso que atravesaban las mujeres para reafirmar su valía tras ver sus cuerpos desfigurados para siempre motivaba la labor de Rahman. “Cuando empecé a trabajar había más de 500 casos al año, y al finalizar, apenas se registraban entre cuatro y cinco”, una media que aún se mantiene en el país. Su liderazgo en la fundación le mereció un premio de Amnistía Internacional por su defensa de los Derechos Humanos en 2006 y otro de la Fundación Niños del Mundo en 2011. “Sentí que habíamos dado ejemplo. Las supervivientes de ataques con ácido se habían convertido en agentes de cambio”, destaca la activista.
Tras esta contribución, Rahman decidió que era tiempo de movilizarse en lo que consideraba una de las raíces de los problemas sociales en su país. “Sentí que todo estaba asociado con la salud mental. La violencia doméstica, la discriminación de género, los estigmas sociales”. En 2013 decidió crear la Fundación de Innovación por el Bienestar y se convirtió en miembro de Ashoka, una red que apoya a líderes y emprendedores sociales en todo el planeta. La ONG que preside Rahman promueve “el concepto de una sociedad donde los potenciales humanos estén en un nivel óptimo en un entorno seguro, equitativo y propicio”, con el foco puesto en la protección de la salud mental, un problema ignorado en el séptimo país más poblado del mundo.
En Bangladés hay apenas 260 psiquiatras para los más de 164 millones de habitantes, según un artículo de la Universidad de Cambridge, publicado el año pasado. El Instituto Nacional de Salud en Dacca es el único organismo del Estado que trabaja en el tema. “Es muy difícil promover la salud mental en las comunidades”, reconoce Rahman, en referencia a los dos tercios de la población del país que vive en áreas rurales. Sin embargo, el trabajo de su fundación ha dado frutos. En 2015, el Gobierno la reconoció como una institución clave en el avance por la protección de la salud mental y le otorgó una acreditación estatal. Adicionalmente, la organización desarrolló un curso de Primeros Auxilios para atender problemas mentales. La máxima de este trabajo es la misma que motivó el activismo de Rahman. “Quiero que las personas con enfermedades mentales tengan una voz y reclamen sus derechos para que puedan vivir con dignidad”.
En concordancia con las lecciones de su vida, Rahman decidió divorciarse y ahora vive sola con sus dos hijos en Dacca. “Estoy en mi mejor etapa”, apunta con ilusión. A pesar de que las cosas han cambiado para ella, su afán por proteger la vida permanece intacto y va más allá del trabajo o de la familia. “Durante la cuarentena encontré una pasión en la jardinería”, cuenta. En la terraza de su casa ahora conviven más de 200 plantas, que representan otro ejemplo tangible de su esmero. “Me gusta cuidar de ellas. Ya tengo un montón de ocras, tomates y guayabas en mi jardín”.
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