La Agenda 2030 es una herramienta imperfecta, la pregunta es si hay una alternativa mejor
La revisión a medio plazo de los Objetivos de Desarrollo Sostenible pone a prueba la fortaleza del multilateralismo y la cooperación internacional. Rescatarlos es defender una manera de entender el mundo
Cuando las delegaciones de todo el mundo desembarquen en Nueva York esta semana para evaluar el estado a medio plazo de la Agenda 2030, el asunto sobre la mesa será mucho más que un plúmbeo ejercicio de revisión estadística. En palabras del secretario general de la ONU, Antonio Guterres, que acaba de hacer público un informe al respecto, “los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) están desapareciendo en el espejo retrovisor, y con ellos la esperanza y los derechos de esta generación y de las futuras”. Un trabajo que incluya las palabras “plan de rescate” en el título ya nos prepara para contenidos luctuosos.
La realidad es que la Agenda 2030 llega a su ecuador arrastrando los pies, cuando no dando pasos hacia atrás. Una acumulación de factores endógenos y exógenos ha actuado como palos en las ruedas de este proceso: desde la ambición misma de los ODS, que ha convertido algunas metas en aspiraciones, a las profundas inequidades de renta, población o localización, que limitan el alcance de las acciones. O la imbricación entre unos y otros objetivos, que impide avanzar de manera aislada.
Por encima de todos ellos, una acumulación de eventos catastróficos —Gran Recesión, pandemia, conflictos, crisis de deuda— ha complicado extraordinariamente la hoja de ruta del progreso internacional.
Gillaume Lafortune, miembro de la red de soluciones para el desarrollo sostenible (SDSN) de la ONU y autor principal de un informe de referencia sobre este asunto, ha descrito la situación como el riesgo de “una década perdida del desarrollo sostenible”. No exagera, como demuestra el sector de la salud global. Impulsados por una combinación de dólares, liderazgo e innovación, los indicadores que miden la salud y el bienestar de la comunidad internacional —desnutrición, acceso al agua potable o mortalidad infantil, por ejemplo— vivieron una verdadera revolución en el cuarto siglo que siguió a la caída del Muro de Berlín.
Nada hace pensar que los próximos siete años de la Agenda 2030 vayan a ser más fáciles que los primeros
Desde 2015, sin embargo, las líneas de tendencia se han aplanado de manera preocupante. Como señala un nuevo análisis publicado por el Instituto de Salud Global de Barcelona (ISGlobal), ni una sola de las 13 metas propuestas en el ODS3 (salud) tiene visos de ser cumplida. La brecha es particularmente grave en África subsahariana y otras zonas de bajos ingresos, donde la pandemia desplazó intervenciones fundamentales como la inmunización rutinaria de los niños.
Conviene recordar lo que está en juego. En lugares como el Sahel, Centroamérica o el Mediterráneo oriental, cada décima adelante o atrás de los indicadores se traduce en vidas humanas, en oportunidades de futuro o en recursos naturales de los que depende la vida diaria. Frente a las diatribas infantiles de Vox y el gang de los terraplanistas, los ODS son una de las escasísimas herramientas de la comunidad internacional para hacer frente a los riesgos y desafíos que padecen estas comunidades y que son también los nuestros. Las sequías recurrentes y cada vez más prolongadas del Norte de África, por ejemplo, son una causa fundamental de desplazamiento forzoso hacia otras regiones, Europa incluida.
Nada hace pensar que los próximos siete años de la Agenda 2030 vayan a ser más fáciles que los primeros. No es probable que el mundo deba enfrentarse de nuevo a una crisis de la envergadura de una pandemia, pero todos los demás factores de contexto pueden empeorar y es posible que lo hagan. Los ODS se desenvuelven en medio de una tormenta perfecta en forma de inestabilidad geopolítica y tensiones fiscales que dificultan cualquier solución concertada. Por eso esta agenda vale mucho más que sus contenidos: en asuntos como el calentamiento global o la gobernanza de los riesgos sanitarios, la encrucijada es histórica y existencial. Los ODS definen una forma de entender el mundo que debe perdurar después de 2030, porque la alternativa es el aislacionismo, la autocracia y el cortoplacismo que cobran fuerza en medio planeta.
No hay fortuna ni frontera que nos defienda de las consecuencias de riesgos sistémicos que deben ser gestionados en el conjunto del planeta
En este contexto, la esquiva complicidad de los votantes en los países ricos es más importante que nunca. Una de las omisiones más peligrosas de estos años ha sido la incapacidad de establecer narrativas eficaces que permitan a la ciudadanía entender lo que está en juego. Parte del medio rural europeo, por ejemplo, ha llegado a convencerse de que la Agenda 2030 ha sido diseñada en contra de sus intereses. La penetración de los partidos nacional-populistas en los territorios es una derrota para quienes sabemos que la escasez de recursos hídricos, las temperaturas extremas, la pérdida de biodiversidad o la autarquía veterinaria no están en el interés de nadie con dos dedos de frente. Si esto ha ocurrido es, en parte, porque los demás no hemos hecho bien nuestro trabajo y porque el pin de los ODS es percibido como un símbolo de partido.
La desfibrilación de los ODS es un proceso costoso y complejo, pero en absoluto imposible. El propio informe del secretario Guterres plantea una propuesta que incluye, entre otras cosas: el refuerzo de las instituciones responsables (nacionales e internacionales); una priorización estratégica de los objetivos; y plan de choque financiero que garantice 500.000 millones de dólares anuales adicionales (unos 470.000 millones de euros), a través del incremento de las donaciones, el refuerzo de los bancos multilaterales y la reestructuración de la deuda. Si les parece que se trata de una cantidad muy elevada, piensen en la factura agregada de una crisis como la de la covid-19: 14 billones de dólares hasta 2024 (más de 13 billones de euros), según la estimación del Fondo Monetario Internacional citada por The Lancet. Desde esta perspectiva, la inversión en sistemas de salud primaria, la vigilancia epidemiológica, el acceso a productos farmacéuticos o el refuerzo de mecanismos de coordinación —todos componentes básicos de un buen sistema de preparación y respuesta como el que propone la Agenda 2030— constituyen uno de los gastos más rentables en los que pueda pensar una administración pública.
La lucha contra el virus SARS-Cov2 va quedando atrás, pero su lógica permanece inalterable: la seguridad colectiva depende de los derechos colectivos. No hay fortuna ni frontera que nos defienda de las consecuencias de riesgos sistémicos que deben ser gestionados en el conjunto del planeta. Ya sabemos que los ODS son una herramienta imperfecta; la pregunta es si cualquiera de sus alternativas es mejor.
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