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30 AÑOS DEL PRIMER GOBIERNO SOCIALISTA: EL REENCUENTRO

No se vota, decide el presidente

Alfonso Guerra explicó el protocolo de actuación del nuevo Gobierno: sus miembros debían llamarse de usted y con tratamiento de ministro

Luis Gómez

Dos semanas después de la abrumadora victoria electoral, buena parte de quienes serían ministros en el primer Gabinete socialista de la historia de España fueron convocados a una reunión que se calificó como secreta. Cada cual desconocía qué otras personas acudirían dado que, del próximo Gobierno, la única información de que disponían era la propia: que Felipe González le había llamado días atrás para comunicarle que sería ministro. Algunos, incluso, fueron convocados por gente que no era del partido. Lugar, la sede que el PSOE tenía por entonces en la calle de García Morato (hoy, Santa Engracia). No sería la única reunión de un gabinete que no había tomado posesión. Testigos de aquella primera cita recuerdan que todavía no estaba claro si Alfonso Guerra estaría en el Gobierno. Se trató algún tema de seguridad: si querían vivir sin escolta durante unos días más, sería necesario que nada se filtrara.

 Hubo una segunda cita días después en la que el número de futuros ministros aumentó. “Asistió un número sustancial de los futuros ministros”, recuerda José María Maravall [ministro de Educación de aquel primer Gabinete]: “No recuerdo que estuviera Solana porque entró tarde. Tampoco Almunia por la negativa de Nicolás Redondo a que un hombre de la UGT entrara en el Gobierno. Creo que iba a ser [el sindicalista José María] Zufiaur”. Javier Moscoso hace cuentas de aquel segundo día: “Conocí a Julian Campo [Obras Públicas] ese día, también a Fernando Ledesma. No estaba todavía Narcís Serra: Hablamos de cómo se tomarían las decisiones en el Consejo de Ministros. No habría votaciones. Las decisiones las tomaba el presidente. Se opinaba pero no se votaba”.

“Pese a sus dudas, que yo creo que no las tenía, Alfonso presidió aquella segunda reunión y fue quien nos dio todas las instrucciones de cómo debía funcionar el Gobierno y el Consejo de Ministros. Eran normas para darle un cierto estilo”, añade Carlos Solchaga [Industria y Energía]. “Nos dijo que deberíamos llamarnos de usted y darnos el trato de ministro”, explica José Barrionuevo. “Eran cuestiones de protocolo que sonaban ridículas entonces”, dice Maravall, “nunca se me habría ocurrido llamarle a Ernest, señor ministro de Sanidad”. Ese tratamiento se ha mantenido en posteriores Gobiernos.

En dicha reunión se trató de la organización interna del Gobierno, de estructuras como la comisión de subsecretarios, “se la calificó como el Gobierno diésel”, apunta Enrique Barón [Transportes y Comunicaciones], del perfil que sería recomendable a la hora de elegir al jefe de gabinete de un ministro y de cómo los asuntos a tratar tendrían etiqueta negra, etiqueta verde o etiqueta roja, según hubiera acuerdo total o discrepancias entre los ministerios. “El orden del día del Consejo de Ministros acabó limitándose al índice rojo del índice verde”, concluye Maravall.

Para entonces, mediados de noviembre, cada ministro había recibido el encargo de labios de Felipe González, de muy diferentes formas, en fechas dispares y, a veces, sin demasiado detalle. Unos a escasos días de tomar posesión y otros, los elegidos, meses antes de celebrarse las elecciones. A Javier Moscoso se lo propuso en una reunión con Paco Fernández Ordóñez. Le ofreció la Fiscalía General del Estado o el Ministerio de la Presidencia. “Comenté mi preferencia por lo segundo, pero no quedó cerrado en ese momento”, recuerda. Solchaga recibió la propuesta tras verse con Felipe en el entierro de la mujer de Ramón Rubial, entonces presidente del PSOE. Barrionuevo pensó que se trataba de una broma cuando le llamó la secretaria de González, entre otras cosas porque estaba detrás de gastársela a un compañero de partido.

Julio Feo cuenta que le llamó Felipe a los ocho días de la victoria electoral. Y no para ser ministro. “Vas a ser portavoz del Gobierno”, me dijo. “Cuento contigo, así que ve haciendo los deberes’. Pero a los cinco días me volvió a llamar. ‘¿Qué ha pasado?’, le pregunté. ‘Serás secretario de la presidencia. ¿Y eso qué es? Hacerme la vida fácil. Entonces ¿quién va a ser el portavoz? Sotillos. Me parece bien. Entonces trago. Hubieras tragado de todas maneras”. Feo vivió pegado a Felipe González a lo largo de toda la campaña como experto en las encuestas y jefe de campaña, “y no se le escapó ningún comentario. Felipe es muy hermético. No sé, quizá lo supiera gente muy de su confianza como pudiera ser Tomás y Valiente. No sé. Yo la propuesta me la quedé para mí. Con Felipe las filtraciones son jodidas”.

Si se pregunta a Eduardo Sotillos, la versión no encaja, lo cual puede significar que Felipe González manejó la lista de forma muy personal. “Felipe me dijo que quería que me viniera a Madrid a ser portavoz. Cuando le pregunté quién me había recomendado, porque tampoco nos conocíamos tanto, me dijo que Julio Feo”. Julio Feo (Aquellos años, Ediciones B) y Eduardo Sotillos (1982. El año clave, Editorial Aguilar) son de los escasos protagonistas, junto con José Barrionuevo (2.001 en Interior, Ediciones B) y Alfonso Guerra (Cuando el tiempo nos alcanza y Dejando atrás los vientos, Espasa), que han escrito sus memorias sobre aquella época.

Eduardo Sotillos, a pesar de su condición de periodista, guardó el secreto sobre las deliberaciones del aquel Consejo de Ministros. Una parte interesante de su libro es el detalle de hasta qué punto Gregorio Peces-Barba mantuvo la independencia que exigió a Felipe González para aceptar la presidencia de las Cortes. Peces-Barba impidió que Felipe González leyera un discurso en el acto de la mayoría de edad del príncipe Felipe celebrado en el hemiciclo. González tuvo que leerlo en un segundo acto celebrado en el Palacio Real.

“Se sabía desde hacía tiempo que ganaríamos las elecciones, pero teníamos un documento sobre lo peligroso que sería descontar una victoria. Todo lo que decían las encuestas se tomaba con mucho escepticismo: era desconocida la repercusión que tendría en el voto la dimisión de Suárez y el ruido de sables. Quizá la fecha clave fuera la de abril de 1982. Hasta ese momento se había mantenido una oferta de coalición con el Gobierno de Calvo Sotelo y, con el último rechazo, se tomó mayor conciencia de que la victoria iba a ser un hecho. Porque Calvo Sotelo hizo algo muy poco partidista: salvaguardar a la oposición y asumir para él y su Gobierno todo el desgaste. Fue entonces cuando se consideró la idea de gobernar en solitario”. Hecho este preámbulo, José María Maravall manifiesta su convencimiento de que hubo tres personas que supieron que serían ministros con una antelación de varios meses. “Hubo tres personas que pasaron un verano poco tranquilo: Miguel Boyer, Fernando Ledesma y yo”.

Esta apreciación de Maravall no coincide con el testimonio de Fernando Ledesma, quien afirma que fue convocado por Felipe “no mucho después” de la victoria electoral, pero era evidente para muchos otros protagonistas de aquellos días que el peso de toda la parcela económica recaería sobre Miguel Boyer, un hombre que lo mismo estaba al lado de Felipe González en la visita a un Bilbao inundado por las riadas como parecía desaparecido, “un hombre con una historia muy oscilante”, como dice Julián Campo [Obras Públicas]. Para todos fue evidente que Boyer se convertiría en un foco de tensión con Guerra.

“Boyer se incorporó de forma muy clara”, recuerda Maravall, que hace un largo elogio sobre su excompañero de Gabinete. “Tenía información al minuto. Se estaba produciendo una salida de capitales muy fuerte. Conocía la evolución de las reservas. Una información muy rica. Hizo una gestión espectacular. Era alguien que llevaba las riendas de la economía. Recuerdo una viñeta de Peridis que decía: ‘Yo lo que diga Boyer’. Mandaba. Tenía un rumbo. No sé si ahora tenemos la misma sensación”.

Solchaga entendió a primeros de noviembre cuál sería el papel de Boyer, porque cuando Felipe González le propuso ser ministro de Industria, “me habló de Boyer y Alfonso Guerra. Hablaba también de Serra, tenía alguna duda sobre su ubicación, pero me pidió que hablara con Boyer y tratara de entenderme con él”.

“Yo sabía que no tendríamos problemas de entendimiento. Éramos amigos desde los años sesenta”, continúa en su relato Solchaga: “Le llamé. Cenamos. No teníamos diferencias importantes. Él tenía buenas fuentes en el Banco de España. La situación era peor de la que pensábamos íbamos a heredar. Teníamos un déficit del 6% y no del 3%. La UCD no había querido subir los precios de la gasolina, que entonces era un monopolio del Estado, y estaba provocando un déficit”. Solchaga acudió a las reuniones secretas en García Morato presididas por Alfonso Guerra, donde conoció a quienes serían sus compañeros de Gabinete, pero hacia las mismas fechas, quizá en la misma semana, tuvo otra cita muy reservada en el chalet que Boyer tenía en la colonia de El Viso: “Nos reunimos el gobernador del Banco de España (Álvarez Rendueles) y el subgobernador (Mariano Rubio), Miguel Ángel Fernández Ordóñez [que sería secretario de Estado de Economía], Boyer y yo. Y ahí decidimos la devaluación”.

El sábado 4 de diciembre de 1982, tres días después de haber tomado posesión el nuevo Gobierno, el ya denominado superministro Boyer (que agrupaba las carteras de Economía, Hacienda y Comercio) anunció la devaluación de la peseta en un 8%. El martes, día 7, el primer Consejo de Ministros decidió, entre otros asuntos, la subida de la gasolina en 15 pesetas el litro.

Por entonces, Juan Antonio Yáñez llevaba días trabajando como fontanero (un término con mucho predicamento periodístico en esas fechas) del Gobierno en ciernes. Su encargo era llevar la agenda internacional del presidente González. Debía preparar la visita de George Shultz, el secretario de Estado norteamericano, y comenzar a desbloquear la negociación para el ingreso en la Comunidad Europea, “que estaba congelada”. Yáñez se encontró una Moncloa con una “estructura muy ligera”, heredada de la época de Adolfo Suárez, y un edificio con graves deficiencias de seguridad: “Para empezar había una carretera que bordeaba el recinto y que pasaba casi al lado del despacho que ocuparía Alfonso Guerra”. Recuerda que una de las primeras decisiones fue que Guerra se encargara de renegociar el contrato de gas con Argelia.

González y Guerra. Eran las dos figuras de ese Gabinete, con permiso de Boyer. En un principio se repartieron las competencias. Los llamados ministros de Estado, que eran Economía, Exteriores, Interior y Defensa despachaban directamente con el presidente, que prefería el despacho individual frente al colectivo de Guerra. Las primeras discrepancias fueron evidentes entre Boyer y Guerra. Boyer quería ser vicepresidente. Era agresivo con Guerra. Lo constatan los testigos de aquel gabinete. “A Guerra se le escapaba Defensa, porque Serra era muy astuto. La gestión de Serra era poco explícita en el Consejo de Ministros. Era prudente y precavido, pero extremadamente eficaz”.

Los consejos fueron “densos”, “larguísimos”, “técnicos”. A veces duraron más de una jornada. “¿Se puede hablar de política en este consejo?”, dijo una vez Ernest Lluch. “Había pocos debates. La gente callaba”, sostiene Julián Campo [Obras Públicas]: “Hice de jefe administrativo y de miembro del Gobierno. Como jefe me lo pasé bien y como miembro del Gobierno mis desacuerdos eran crecientes”. A pesar de eso, Julián Campo asegura que aquel Gobierno “hizo cosas importantísimas y pagó deudas pendientes de siglos”. Luego, afirma: “El proyecto socialista se fue vaciando”.

¿Estaban preparados para gobernar? Antes de las elecciones de octubre de 1982, el PSOE contaba con 105.000 afiliados y 11.789 cargos públicos, entre ellos 1.125 alcaldes. La ejecutiva del PSOE tenía una media de edad de 38 años y en ella solo había 3 mujeres, un 12%. Entre los elegidos para formar parte del Gabinete, una mayoría había cursado estudios en universidades extranjeras. “Era un Gobierno de una competencia demostrable”, asegura Solchaga.

Sin embargo, a pesar de su juventud (Almunia, con 34 años, era el más joven, Felipe tenía 42), no entró en ese Gabinete ninguna mujer. Eran 17 hombres. Enrique Barón [Transportes y Comunicaciones] asegura que cuando fue llamado por Felipe para ser ministro, en el pasillo circular del Parlamento, conocido como la M-30, le preguntó a González si habría alguna mujer. “Tengo dificultades”, “me dio a entender”, dice Barón.

Solo hubo dos mujeres, dos secretarias de Estado, Carmina Virgili (Universidades) y María Izquierdo [Comunidades Autónomas]. “No había recomendación de género en aquellos momentos”, asegura hoy María Izquierdo, “lo urgente estaba en otros sitios”.

“Todo era inseguro”, cuenta María Izquierdo. “El golpe era una losa y había miedo en los electorados de izquierda”. Izquierdo estaba en la Ejecutiva del PSOE y recibió la llamada de Tomás de la Quadra [Administración Territorial]: “Me diría después que Felipe había seleccionado con él a los secretarios de Estado. Era consciente de que éramos las primeras mujeres y que se valoraba mucho que no fuéramos a sitios de florero. Eran dos secretarías duras. Yo despachaba con Guerra. Era un Gobierno que tenía mucha decisión. Nos íbamos a comer el mundo. Había que modernizar las Fuerzas Armadas y había que romper el aislamiento de España. No teníamos horas para trabajar. Entrábamos a las 8.00 y salíamos a las 24.00 los días que hiciera falta. No habíamos sido preparados para ser políticos, pero era un Gobierno de una gran generosidad. La clandestinidad nos educó en la solidaridad. La fiebre de cargos empezó después. Nosotros estábamos vacunados por la represión. Estábamos decididos a cambiar España, sin exclusiones. Queríamos dar derechos a todos. Y ahora vivo el negativo de todo aquello”.

María Izquierdo habla con solidez. Ha tenido una vida intensa. Analiza el presente con franca naturalidad: “Ya andados los años, no me gustó nunca el PSOE español. El nuestro era un corte de partido más lúdico, más a ras de suelo, como presumo que será el próximo”. O

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