El recuerdo de Sabicas incendia las calles de Pamplona
El festival Flamenco On Fire congrega a Serranito, Habichuela, Carmona o Kiki Morente en el 30º aniversario de la muerte del guitarrista
Nada más abrir el ojo este sábado en un hotel de Pamplona, Kiki Morente tuvo que resolver un interrogante inaudito para un artista de su gremio. ¿Qué debería desayunar un cantaor para enfrentarse a su público a la nada flamenca hora de las doce del mediodía? “No sabía bien si tirar por la fruta o el tequila”, se nos carcajea el menor de los tres herederos del inconmensurable Enrique Morente. Al final se impuso la prudencia: zumo y tostada. Y funcionó. Su cante inaugural desde la baranda del ayun...
Nada más abrir el ojo este sábado en un hotel de Pamplona, Kiki Morente tuvo que resolver un interrogante inaudito para un artista de su gremio. ¿Qué debería desayunar un cantaor para enfrentarse a su público a la nada flamenca hora de las doce del mediodía? “No sabía bien si tirar por la fruta o el tequila”, se nos carcajea el menor de los tres herederos del inconmensurable Enrique Morente. Al final se impuso la prudencia: zumo y tostada. Y funcionó. Su cante inaugural desde la baranda del ayuntamiento, acompañado por la guitarra docta de Pepe Habichuela, se elevó cual chupinazo flamenco. Aunque las multitudes de las grandes ocasiones quedaron esta vez reducidas, dadas las pandémicas circunstancias, a un centenar de agraciados.
Hasta los adustos retratos de la reina Isabel II y su consorte, don Francisco de Asís, que escoltan la antesala del balcón municipal, parecían sonreírle al joven José Enrique. El pequeño de la saga se dice “congestionado y conmocionado” por esta pesadilla universal. Pero refugiarse en la “investigación insaciable” del hecho artístico le ha servido estos meses como cataplasma para el alma. “Acabamos de ver que, nada más sonar la guitarra de Habichuela, se marchaban las nubes y asomaba el sol. Es uno de esos momentos en que sientes que no puedes pedirle más a este oficio”. Eso, o que el mismísimo Enrique intercediera ante San Pedro, ahora que van a cumplirse diez años de su ascenso al firmamento de los flamencos. “Cada día conozco más a mi padre, asumo mejor la magnitud de lo que ha sido y será”, casi musita este muchacho al que le refulgen unas pupilas azulísimas.
– ¿Acumula hasta ahora más piropos por la voz o por esos ojos?
– ¿Queréis saber la verdad? Por ahora siguen ganando los ojos…
Y toda la congregación morentiana se troncha de la risa.
El recital matutino formaba parte de las travesuras en la programación del Flamenco On Fire, ese festival que desde hace siete agostos ha colocado a Pamplona en el meollo del circuito peninsular. Cierto que el bautismo del evento puede sonar a enésima claudicación frente al léxico inglés, pero introduzcamos un matiz antes de poner el grito (o quejío) en el cielo: Flamenco on fire era antes el título de uno de los álbumes grabados por Sabicas en Estados Unidos con vistas al mercado guiri. Y precisamente el trigésimo aniversario del fallecimiento de Agustín Castellón –pamplonica de la calle Mañueta y “Sabicas” por su desmesurada afición infantil a los platos de habas– ha servido este año como hilo conductor para la cita.
Rememoraba el flamencólogo José Manuel Gamboa las peripecias de aquel niño que a los cinco años se quedaba trasteando con la guitarra hasta las tres de la madrugada, y que con nueve ya se llevó a toda la familia a Madrid para emprender carrera profesional. El recuerdo del primer gran guitarrista flamenco de concierto incluso propició el sábado una circunstancia para la historia: la reaparición de uno de sus más ilustres discípulos, Víctor Monge “Serranito”, que llevaba siete años sin someterse al veredicto del público. “Sabicas fue nuestro primer profesor por correspondencia. Nos mandaba las lecciones a través de sus discos americanos”, le glosó Monge, madrileño del 42, enfrentado en el patio del Civivox Condestable a un repertorio de dificultad casi suicida. El reencuentro, pese a algunos fraseos trompicados, resultó emocionantísimo. Pero a la media hora, el maestro elevó su profunda voz de locutor para disculparse con una humildad pasmosa: “La verdad es que no estoy tocando bien. Estoy muy nervioso. Lo siento”.
Nada podía superar ya en emotividad un episodio así, pero le anduvo cerca la comparecencia en el Teatro Gayarre de Javier Colina (contrabajo), Antonio Serrano (armónica), Josemi Carmona (guitarra) y las baquetas de Borja Barrueta. Esta nueva y fabulosa diablura de la fusión flamenca –un dream team, que dirán los amantes del castellano moderno– no ha tenido mejor idea que bautizar su primer tratado conjunto con el nombre de Veinte Veinte, y fíjense cómo nos ha salido el añito. Por eso, y a modo de vacuna, Carmona decidió inaugurar la velada con Alegría de vivir, versión del clásico de Ray Heredia. “Vamos a vencer al bicho este, que anda ahí muy pesao”, proclamó.
La víspera había servido para la consagración enésima de Farruquito y su baile huracanado, con ese porte de bandolero apuesto que se gasta ahora Juan Manuel Fernández Montoya: el traje impoluto, la media melena enmarañada, el arte para el desplante. Pero el auditorio Baluarte, abarrotado (hasta donde permite la nueva normalidad) con rostros tan heterogéneos como los de Óscar Mariné, El Drogas o Fermín Muguruza, acabó dedicándole los aplausos más clamorosos de la noche a Remedios Amaya. La cantaora sevillana consiguió que un patio de butacas nada gitano terminase canturreando aquello de “Tus labios pa mí, turu, turai” como una sola voz.
Milagros solo posibles en la tierra de Agustín Castellón, tercer y definitivo vértice para ese triángulo navarro de la magnificencia sonora que completan el violín diabólico de Sarasate y la voz de Gayarre, el tenor cuya laringe, inmortalizada en formol, aún hoy se venera en su casa museo de Roncal. Carlos Martín Ballester, el mayor coleccionista español de discos de pizarra a 78 revoluciones, aportó el mejor resumen del festival con una grabación ignota en la que se escucha a Juanito Valderrama jalear: “Sabicas, eres el diminutivo del saber”.