En la mente de un pájaro
Las urracas y los elefantes poseen consciencia de sí mismos, una facultad que solo se había descubierto en delfines, grandes simios y los seres humanos
Reconocerse en el espejo es una de las más altas funciones mentales. Es un signo muy convincente de autoconsciencia, un talento que se ha considerado tradicionalmente reservado a los humanos, los grandes monos y los delfines. Cuando un perro se ve en un espejo, reacciona como si estuviera viendo a otro perro y se pone a ladrarle a la defensiva, y la inmensa mayoría de los mamíferos no lo hacen mucho mejor. Tienen consciencia —esa cosa que pierdes al dormirte y recuperas al despertarte— pero no consciencia de sí mismos. No son propietarios de un yo.
Recuerdo bien el revuelo que se...
Reconocerse en el espejo es una de las más altas funciones mentales. Es un signo muy convincente de autoconsciencia, un talento que se ha considerado tradicionalmente reservado a los humanos, los grandes monos y los delfines. Cuando un perro se ve en un espejo, reacciona como si estuviera viendo a otro perro y se pone a ladrarle a la defensiva, y la inmensa mayoría de los mamíferos no lo hacen mucho mejor. Tienen consciencia —esa cosa que pierdes al dormirte y recuperas al despertarte— pero no consciencia de sí mismos. No son propietarios de un yo.
Recuerdo bien el revuelo que se montó cuando tres científicos de Nueva York demostraron en 2006 que los elefantes también se reconocían en el espejo. El experimento, nada fácil de hacer, implicaba pintarles a los elefantes del zoo del Bronx neoyorquino una cruz blanca sobre una ceja, y luego ponerles ante un espejo. La elefanta Happy vio a otra elefanta en el espejo que tenía algo raro sobre la ceja, se asomó por detrás del espejo a ver qué había allí, hizo el tonto para ver si la imagen hacía lo mismo y, tras unos minutos de reflexión, debió deducir que la otra elefanta era ella misma, porque se echó la trompa a la cruz blanca para intentar quitársela, y así hasta 47 veces.
El neurocientífico Onur Güntürkün, de la Universidad de Ruhr Bochum, Alemania, hizo el mismo año un experimento similar con Gerti, una urraca de su laboratorio. Le pegó un papelito amarillo en la garganta, donde Gerti no podía verlo, y la puso ante un espejo. La urraca miró el espejo y enseguida empezó a intentar quitarse el papelito rascando con una pata y frotándose contra el suelo. Cuando lo consiguió, se volvió a mirar en el espejo como para comprobar que todo había quedado bien. Gerti la urraca pertenecía por tanto al selectísimo club de los seres autoconscientes, los propietarios de un yo.
Las urracas son de la familia de los cuervos (los córvidos), que junto a los loros han revelado unas capacidades cognitivas asombrosas, unos talentos que implican un aprendizaje de alto nivel, la aptitud de tomar decisiones y la mencionada autoconsciencia, lo que a su vez supone razonamiento causal, flexibilidad mental y un montón de imaginación. Nadie se había figurado hasta principios de este siglo que un pájaro pudiera exhibir semejantes talentos, y ello por dos razones que provienen de finales del XIX: que sus cerebros son muy pequeños y que carecen de córtex (corteza cerebral), la sede de la mente. Por desgracia para los nacionalistas de la especie humana, ambos argumentos se han revelado engañosos.
Primero, el cerebro de las aves es pequeño, sin duda, pero tiene una densidad celular mucho mayor que la nuestra, con lo que el número total de neuronas es similar. Y segundo, los pájaros sí tienen un córtex, aunque no lo parezca a simple vista. Las unidades básicas del córtex son columnas hechas de seis capas de neuronas. Una columna manda axones radiales a sus columnas vecinas y otros tangenciales (perpendiculares a los radiales) a zonas cerebrales muy distantes. Esta organización básica es común a las aves y los mamíferos, y seguramente ambos la hemos heredado de un reptil primitivo, o quién sabe de cuánto más atrás. La vida es una. La inteligencia también.
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