Gertrude Bell: por qué la «reina del desierto» fue ensombrecida por el mito de Lawrence de Arabia
La escritora, espía y arqueóloga confeccionó en 1921 lo que serían las fronteras de lo que es hoy Iraq, incluso bautizando el nuevo territorio y colocando al Rey Faysal I como monarca.
El 12 de julio de 1926 hacía mucho calor, tanto, que era imposible pensar con claridad. Gertrude Bell, la aventurera, arqueóloga, escritora y espía inglesa, considerada la mujer más poderosa e influyente de todo el imperio británico en aquel momento por su papel en Oriente Medio, estaba sentada sola sobre su cama en su elegante domicilio en Bagdad. Tenía 57 años, aunque sólo le faltaban dos días para su aniversario. Estaba cansada, lastrada por la enfermedad y la melancolía, con el presentimiento de que no había futur...
El 12 de julio de 1926 hacía mucho calor, tanto, que era imposible pensar con claridad. Gertrude Bell, la aventurera, arqueóloga, escritora y espía inglesa, considerada la mujer más poderosa e influyente de todo el imperio británico en aquel momento por su papel en Oriente Medio, estaba sentada sola sobre su cama en su elegante domicilio en Bagdad. Tenía 57 años, aunque sólo le faltaban dos días para su aniversario. Estaba cansada, lastrada por la enfermedad y la melancolía, con el presentimiento de que no había futuro más allá de aquel día. Acababa de definir, por su conocimiento de la zona, las fronteras de Iraq y había inaugurado el Museo Arqueológico Nacional de Bagdad, que pretendía dirigir con mano firme para salvaguardar los tesoros de la zona del saqueo occidental. Sin embargo, cargaba con demasiadas decepciones a sus espaldas y estaba, simplemente, exhausta.
Antes de retirarse a su dormitorio, le dijo a su doncella que la despertase temprano, el último gesto de orgullo de una mujer que lo había alcanzado todo y que, sin embargo, se veía ahora ridícula y empequeñecida. Al ir a despertarla, su doncella la descubrió sin vida junto a un frasco de somníferos. La llamada “reina del desierto” marcaba con mano firme su último paso. Nunca nadie decidió por ella, ni siquiera en el día de su muerte. El funeral congregó a multitudes, con su féretro paseado con honores por las calles de Badgad. Desde el palco real, el Rey Faysal I, al que Bell había ayudado a ocupar el trono, se despedía con la mano de una mujer ensombrecida por el mito de Lawrence de Arabia, pero cuya importancia dentro del mundo árabe es mucho mayor.
Bell había nacido dentro de una familia de alcurnia, enriquecida gracias a la industria del hierro. Su padre, Hugh Bell, adoraba a su hija primogénita, todo un portento que se convertiría en la primera mujer en licenciarse con honores en Oxford estudiando historia moderna. Desde que muriera su madre, a los tres años, se convirtió en el corazón de una familia que no tardaría en sufrir los estragos de la I Guerra Mundial y el nuevo mundo que surgió de sus cenizas, a lo “Downton Abbey”. Su inteligencia, orgullo de clase, incluso su extrema arrogancia, convirtieron su carácter decidido y obstinado en toda una fuerza de la naturaleza. Lo que estaba clarísimo es que, para alguien como ella, Inglaterra se le quedaba muy pequeño.
En 1894, a los 24 años, convencía a su padre para que la dejase visitar a su tío, Frank Lascelles, ministro británico en Teherán. Antes de ir empieza a estudiar persa y prepara concienzudamente todo el viaje. No es una improvisadora, sino una mujer que sabe que el conocimiento es poder y que la preparación siempre anticipa el éxito. Después estudiará árabe, “una lengua tan complicada que al menos hay tres sonidos imposibles de reproducir para una garganta europea”, dice. En total, acabará por dominar ocho idiomas.
Empezará aquí su obsesión por la aventura, el viaje y, por supuesto, el peligro. Dará dos vueltas al mundo, se convertirá en una gran escaladora, lo que casi le costará la vida en más de una ocasión, y quedará hechizada por la emoción de los hallazgos arqueológicos. A ella le debemos el descubrimiento de la fortaleza palacio de Ujaidir, a 50 kilómetros de Kerbala. Está fascinada por el desierto, y viaja siempre con un gran séquito, con camellos que guardan voluminosos baúles con sus ropas y excéntricos artilugios que incluyen una bañera portátil. “Hay una relajante simplicidad en un paisaje donde el elemento del agua, con toda la vida que arrastra y su constante murmullo, está ausente por completo”, escribirá en “Persian pictures”, el primer libro en el que documenta sus viajes. En sus expediciones realizará más de 7.000 fotografías, ahora resguardadas en el archivo de la aventurera en la Universidad de Newcastle.
Conoce el desierto, pero sobre todo conoce a sus habitantes. Como mujer, a principios del siglo XX, es extraordinario que consiga mezclarse con las diferentes tribus. Puede entrar en los aposentos de las mujeres de los líderes y conocer mejor sus interioridades. Sus conocimientos u habilidades no pasarán desapercibidos al gobierno británico, que la reclutará cuando se inicie la I Guerra Mundial. “Levantarse al amanecer en el desierto es como despertar en el corazón de un ópalo. Mira el desierto en la primera mañana y muere, si puedes”, escribe.
En 1909 conocerá a un joven que acabará por ser el responsable de que su nombre caiga en el olvido. Será T. E. Lawrence, que con el tiempo será conocido como Lawrence de Arabia. Lo conoce en una excavación en Karkemish, donde es ayudante de D. G. Hogarth. Es 20 años más joven que ella y “una personalidad de una complejidad exasperante”, como lo definiría Robert Graves. Al estallar la guerra, entra a formar parte de la inteligencia militar y allí colaborará con Bell. Su libro Los siete pilares de la sabiduría y la película de David Lean de 1962, con Peter O’Toole interpretándole, le convirtieron en leyenda. Bell se convirtió extrañamente en una nota al pie. ¿Qué dejará dicho Lawrence de Bell? “No es como una mujer”.
Colaborarán estrechamente durante la guerra en la oficina árabe que los británicos instalan en el Cairo, donde buscarán reunir información e inteligencia para luchar contra el imperio otomano. Lawrence entendió que lo que tenían que hacer era granjear la simpatía de la población local en su batalla contra los turcos y convencerlos para que peleasen con ellos y Bell fue la encargada de facilitarle esos enlaces y proporcionar la forma de conseguirlo.
Es curioso que en 2015 por fin se hiciese una adaptación cinematográfica de la vida de Bell, La Reina del desierto. Sin embargo, en esta ocasión, se sustituyó la épica y la grandiosidad de Lawrence de Arabia, por una recolección de sus amores frustrados. Werner Herzog dirigió a Nicole Kidman, un enorme fracaso vilipendiado por la crítica que nunca se creyó a Bell como mujer firme e intrépida, si no como frágil y enamorada.
Lo cierto es que Bell nunca tuvo suerte en el amor. Su primera relación seria fue con Henry Cadogan, vizconde de Chelsea. Lo conoció en 1892 en su primer viaje a Persia y se enamoraron. Sin embargo, Cadogan estaba arruinado y tenía problemas con el juego, lo que hizo que el padre de Bell se opusiese al matrimonio. Cadogan moriría poco después, ahogado mientras pescaba. Muchos creen que no fue un accidente, sino que también decidió acabar con su vida.
El otro gran amor de Bell fue el militar Dick Doughty-Wylie, un hombre casado con el que vivió un apasionado romance. Ella le rogaba que dejara a su mujer, pero nunca lo hizo. Su mujer le amenazó con suicidarse si se atrevía a dejarla. No importó. Poco después, en 1915, Doughty-Wylie moría en la batalla de Galipoli haciendo que Bell, otra vez, se centrase por completo en su trabajo.
Cuando acabe la guerra, será el mismísimo Winston Churchill, por aquel entonces ministro de las colonias británicas, quien la llamará, junto a Lawrence, para participar en la Conferencia del Cairo de 1921 donde se limitarán las fronteras del extinto imperio otomano y Bell radiografiará lo que será Iraq, recomendando al emir Faysal como rey. Los árabes, que la conocían como Jatun, “la mujer de la corte que mantiene siembre bien abiertos ojos y oídos”, ven con desconcierto el resultado. Despreciará a los chiitas por su extremismo religioso y será el inicio de un conflicto nunca resuelto. Ella verá con preocupación lo que harán los británicos con sus recomendaciones. “Habíamos prometido un gobierno árabe con asesores británicos y les hemos dado un gobierno británico con asesores árabes”, se quejará.
Su vida se detiene aquí. Ya ha sobrepasado los 50 años y ha visto demasiadas cosas. No le quedan muchas fuerzas. Recuerda, horrorizada, el extermino armenio, que ve de primera mano. “Vendían con libertad a las mujeres armenias en el mercado de Damasco”, señala, después de que a los hombres, las mujeres de más edad, y los niños los exterminasen. Recuerda a turcos que se vanagloriaban de haber matado a más de 100 armenios en un día.
Entonces centrará todos sus esfuerzos en la creación de un gran Museo Arqueológico Nacional de Iraq. Aquel será su refugio. No le quedan más ilusiones. Y no lo tendrá fácil. Son muchos los que quieren sacar tajada de los grandes tesoros arqueológicos de la zona. Ella insistirá en centralizarlos en el museo y preservarlos de los saqueadores.
Sus últimos días son una colección de gritos de ayuda que nadie entiende. En su última carta a su padre, cinco días antes de su muerte, denota un gran cansancio y pesadumbre. Se despide de esta manera: “Cariño, debo parar ahora. El verano no lleva a escribir largas cartas. Tu queridísima hija, Gertrude”. El mismo día, su madrastra recibirá otra carta. Acaba así. “Está sonando la campana del almuerzo y necesito desesperadamente un poco de soda con hielo. Su muy afectuosa hija, Gertrude”. Estas son las últimas cartas que escribió. Una última nota sobrevivirá del olvido, escrita dos días antes de su muerte. Está dirigida a Ken Cornwallis, su último amante, también casado y que se negará a abandonar a su mujer. Le pedirá desesperada que cuide a su perra Tundra, “en caso de que me pase algo”. Nunca recibirá respuesta.
Su cumpleaños se acerca y no hay mucho que celebrar. Nadie parece recordar lo mucho que ha hecho por la zona. Sólo se habla de Lawrence de Arabia. Es una mujer orgullosa, tanto, que forma parte de la Liga Anti sufragista. No ve sentido que las mujeres, dedicadas al hogar, encerradas en trabajos serviles, tengan derecho a voto. Siempre miró con algo de desdén y superioridad a las esposas de sus colegas. Ella era diferente, quizá demasiado. La soledad la embarga, el mundo parece dejarla atrás, y encima acaba de conocer la muerte de su hermano pequeño, Hugo, a causa de las fiebres tifoideas. El calor, la enfermedad, el hastío, todo se une a su alrededor. Nadie la echará de menos, debe pensar y decide dormir para siempre. La llamada “Reina del desierto” no despertará aquella mañana del 12 de julio de 1926.