La excentricidad del agua con gas
Que esta bebida siga teniendo un matiz transgresor me sorprende tanto como me divierte, ya que no es menos natural (aunque sí una rareza) que el agua sin gas
Comencé a beber agua con gas hace apenas dos años. Me enganché como imagino que se engancha uno a casi todo en la vida: un consumo ocasional que se vuelve rutinario y que cuando te das cuenta, se ha convertido en rasgo. Casi desde la primera vez que la pedí en un bar, fui consciente de que beber agua con gas no es una elección que pase desapercibida. Para mi sorpresa, genera cierto estupor en muchos (¿agua con gas?, ¿en serio?), por no hablar de las muecas de los que se revuelven solo con la idea de dar un trago, o los aspavientos ahogados de quien, por confusión, se lleva a los labios un vaso de agua con gas pensando que se trata de la versión natural. La escena está asegurada.
Mi padre (para quien el agua con gas es algo así como un desaire hacia los beneficios que naturalmente posee el agua, que deberían de permanecer intocables) se molestó cuando pedí agua con gas en un restaurante de un pueblo de Castilla: según su pronóstico, era improbable que sirvieran semejante extravagancia, por lo que el simple hecho de preguntar resultaba impertinente. Efectivamente, así fue. “Como mucho, gaseosa”, fue la respuesta del camarero, tan fría como un vaso de agua (con o sin gas) con mucho hielo. En el otro extremo de la balanza, recuerdo que hace unos ocho años en Berlín, cenando con un grupo de europeos, fui la única que pidió una jarra de agua normal cuando los demás coincidieron en pedir botellas con gas para compartir. Recuerdo cómo les sorprendió que a) me generase rechazo —entonces yo pertenecía al otro bando— y b) escuchar que en España pedir agua con gas no es común. Así descubrí que esta aprensión escondía un factor territorial: mientras que en países como Francia, Italia o Alemania es considerada una bebida más —y una buena opción para quienes buscan una alternativa natural a la oferta de refrescos carbonatados—, en España pedir agua con gas se considera poco menos que un acto de excentricidad, con la excepción de Cataluña, donde en 1890, Vichy Catalan naturalizó el agua mineral carbónica, embotellando la del manantial de Caldes de Malavella.
Que esta bebida siga teniendo un matiz transgresor me sorprende tanto como me divierte, ya que no es menos natural (aunque sí una rareza) que el agua sin gas: emerge carbonatada de manantiales generalmente situados en zonas de actividad volcánica, tras pasar miles de años en contacto con dióxido de carbono y minerales a temperaturas altas, lo que permite el intercambio de gases que el agua acaba por absorber. El agua con gas es (descartando las opciones a las que se añade el gas artificialmente) una maravilla de la naturaleza que, por alguna razón, no cuenta con gran acogida en nuestro país. Pero tiempo al tiempo: yo le auspicio un revival conforme se asienta la tendencia, extendida en todo el sector de la alimentación, de priorizar las opciones naturales (las ventas del agua con gas y las de Coca-Cola son inversamente proporcionales).
Aun así, falta tiempo para que en España se pida agua con gas con la misma naturalidad con la que alguien pide San Pellegrino en Italia o Perrier en Francia. Por ahora, beber agua con gas sigue siendo considerado un acto de excentricidad, propio de quienes, hasta lo más simple (beber agua), lo prefieren diferente. Y en un mundo de opciones ilimitadas y extravagancias por doquier, en el que cada vez resulta más difícil diferenciarse en algo y encontrar una voz propia, resulta que hay elecciones del todo anodinas que por alguna razón, se perciben como subversivas. Si ser diferente al resto es tan sencillo como postrarse sobre una barra y demandar un agua con gas (eso sí, con hielo y limón), yo digo que aprovechemos el embrujo mientras dure.